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De Facebook a Meta. Algunas implicaciones de la realidad virtual

Facebook, El American

Por: Salvador Suniaga (@corvomecanique)

El equipo de Facebook ha decidido ir más allá. Mark Zuckerberg anuncia la transición a Meta en una tarima virtual, cálida y apacible, que recuerda la escena de un Peter Weyland en Prometheus (2012). La diferencia es que mientras Weyland quería ir más allá del sistema solar para encontrar nuestros orígenes, unificándonos con nuestros creadores, Zuckerberg quiere ir más allá de la realidad, duplicándola, fragmentándola.

Meta ofrece la maravilla tecnológica de desdoblar nuestra cotidianidad con ayuda de la realidad virtual y realidad aumentada. Sería este el próximo paso epistemológico de los procesos digitales de socialización, en donde ya no estaríamos estimulados a través de interfaces audiovisuales claramente externas a nuestra corporeidad, sino que se nos prometen experiencias propiamente vívidas e inmersivas en un futuro a mediano plazo.

La propuesta consiste en interactuar con otras personas en un mundo expandido y hecho a la medida; y la consecuente fusión entre realidad y virtualidad iría de la mano con el paulatino acercamiento, reducción de tamaño y asimilación de los periféricos que las vinculan, haciéndolos al final parte de nosotros mismos.

Es claro que esta duplicación virtual de la realidad multiplicará la cantidad de datos necesarios para recrearla y analizarla, cuestión que de suyo empresas como Facebook sabrán aprovechar muy bien. No hay inocencia posible desde ese punto de vista. Lo que no es tan evidente es que vivimos en una época en donde ya no es el hombre quien moldea las tecnologías en función de sus necesidades, sino que son las tecnologías dirigidas las que lo moldean culturalmente. De ahí la sensación ingente, intuitiva, cada vez más compartida, de que los avances digitales nos están separando del mundo, cuando no limitándonos. La libertad pudiera ser un concepto abstracto, pero paradójicamente es muy tangible cuando se pierde.

El diseño de una realidad virtual, por más refinada que sea, consiste en la organización y representación audiovisual de datos cuantitativos y discretos. He ahí un primer espejismo: que podamos ser traducidos en píxeles y bytes para ser reconstruidos en una copia fiel o modificada en un espacio virtual. Si no reparamos en la ilusión, creeremos que a cada átomo de nuestro cuerpo le corresponde una relación biunívoca con algún análogo digital de información.

De la autopercepción nihilista, muy de siglo XX, en la que somos apenas algo más que un cúmulo de carne y huesos podríamos pasar a su análoga digital, en la que somos reducidos a un código binario. Al problematizar de esta manera nuestra unicidad y esencia como individuos, en el fondo, entromparemos con el mismo dilema bioético de la clonación humana, sobre todo cuando la tecnología encuentre la forma de traducir nuestros pensamientos y emociones en datos.

Mientras nos preguntamos si lo humano es algo más que ADN —lo que equivale a preguntarnos si somos algo más que cápsulas discretas de información— la virtualidad trae inevitablemente consigo la profundización de nuestra alienación. Dejando a un lado la separatidad originaria de sentirnos ajenos al mundo (Fromm dixit), la cual nos conduce a acercarnos y amarnos, podríamos pulir las lentillas para observar mejor cómo ha devenido nuestra relación con el trabajo.

Del artifex del medioevo pasamos a la separación entre artesano y artista, y durante la Revolución Industrial pasamos del artesano al operador de línea de producción. La especialización del trabajo, clave indiscutible para lograr eficiencia y estandarización, terminó por dividir los oficios en tantas etapas intermedias que solo podemos ser responsables del aporte parcial con el que hemos contribuido para el producto o servicio final. En este sentido, Jacques Ellul nos recordaba que al no ser totalmente responsables del producto final de nuestro trabajo no podemos ser totalmente libres.

Así las cosas, la única forma de que seamos libres dentro de una realidad virtual es que nuestra humanidad en ese espacio sea equivalente a la de nuestro mundo tangible. Esto es, reducir los grados de separación y etapas intermedias entre nosotros y los efectos que causamos, así como reducir la distancia entre lo que ocurre en la virtualidad y nuestras sensaciones. Notaremos, pues, las implicaciones tecnológicas y políticas que de ello se deriva: por un lado, el advenimiento necesario de la cibernética. Por el otro, el preludio de instituciones supranacionales, tecnocráticas, que complementen o sustituyan el estado de derecho, que nos regulen tanto en la realidad como en la virtualidad, así en la Tierra como en el Cielo. Ambas podrían constituir las bases de un estado de vigilancia omnisciente.

Es parte de nuestra historia como humanidad temerle a lo que no podemos ver, pues en muchas ocasiones lo que no es visible no es inteligible. Tanto más tememos cuando aquello invisible trae perjuicios a nuestra vida. Hasta hace no mucho, el asunto érase del dominio de espíritus, meteoritos o enfermedades. Fenómenos no-humanos, intangibles, muy grandes o muy pequeños, que por ello escapan a nuestro entendimiento. Pero en esta paradoja de la virtualidad, en donde estaríamos sumergidos en una realidad enriquecida de elementos inexistentes, todo es datos. Todo es información. Y esta información es extraída, cuantificada y analizada por personas anónimas, invisibles, que tienen poder sobre nosotros.

Una vez, el psicoanalista Max Zeller le comentó a Carl Jung sobre un sueño que tuvo. Se trataba de la construcción de un gran edificio. Un número inconmensurable de personas, incluyéndole, trabajaban en levantar sus gigantescos pilares. Los cimientos estaban listos y el resto de la construcción ya empezaba a ascender. Jung, algo festivo, respondió que era un sueño compartido por varias personas de diferentes nacionalidades. Y añadió que el edificio en realidad se trataba de un templo, el cual vaticinaba la llegada de una nueva gran religión.

No sabemos si Meta satisface la profecía junguiana, aunque ya se le asomen unos dioses anónimos que todo lo ven (y que todo lo juzgan). Por ahora, solo nos resta debatir si, como los antiguos, somos capaces de advertir la realidad dentro de los sueños. Después de todo, ya depositamos nuestra confianza en el mundo intangible de las redes sociales, criptomonedas y arte NFT.

No existen tecnologías neutras, pues desde su concepción ya cuentan con una intención. Esto aplica desde la fabricación de un martillo hasta un código de programación. Las realidades virtual y aumentada, por lo mismo, vienen imbuidas con una deontología que amerita ser discutida. Esperemos estar a la par del avance tecnológico.


Salvador Suniaga es ingeniero y consultor del sector industrial latinoamericano. Especialista en simulaciones numéricas e investigación cualitativa, con interés en tecno-antropología. Ganador del premio internacional SolidWorks Elite Application Engineer. Actualmente es Director Técnico en SolidIndustry. Puedes seguirlo en Twitter aquí: @CorvoMecanique

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