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Anarcotiranía y el colapso del Estado ecuatoriano

Quito, Ecuador

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Últimamente el concepto de anarcotiranía me ha sido recurrente, y quería relacionarlo con la crisis sanitaria del coronavirus, las protestas de “Black Lives Matter” (BLM), la toma del Capitolio en Estados Unidos, o las trabas burocráticas que sufren los ciudadanos de cualquier nación.

Pero los recientes y violentos motines carcelarios, las controvertidas elecciones, y recordando que ciudades capitales pueden ser asediadas por hordas de manifestantes, entendí que ese pensamiento recurrente sobre la anarcotiranía era el resultado subconsciente de observar el decepcionante estado de la institucionalidad pública en el Ecuador. 

Pero, ¿qué es la anarcotiranía? Es el modus operandi del Estado Administrativo, y este es el modelo político de Estado derivado del Estado liberal y llevado hasta su tecnificación más profunda y desalmada. El Estado Administrativo es la tecnocracia institucional, con burócratas que complican el funcionamiento mínimo a cumplirse en la organización política, seguridad y justicia, y que ejerce poder en las infinitas áreas en las que el Estado ha intervenido. 

Este no es un concepto nuevo: surge del New Deal en Estados Unidos y con la conquista del Estado liberal en Occidente, es adoptado como modelo general de administración pública. 

Su fundamento teórico proviene de “The Managerial Revolution”, escrita por James Burnham, un pensador conservador y antiguo trotskista, que plantea que el Estado nacido de la Ilustración se orienta a implantar un modelo total, similar al de la Rusia soviética o de la Italia fascista, y que para el liberalismo americano, sería la toma del poder político por las elites empresariales, que transformarían a la función pública en administrativa para volverla más eficiente y extensa en su control al servicio de la sociedad.

Jurídicamente, el Estado Administrativo es la evolución de las ficciones jurídicas planteadas por el constitucionalismo ilustrado, desde el Estado de derecho hasta el de Bienestar, con servicios y funciones totalizantes y en constante crecimiento, asumiendo potestades sobre todo y todos. 

Su característica esencial es el Derecho administrativo, toda regulación interna del Estado, inferior a la constitucional y legal, unilateral entre instituciones y funcionarios o entre éstos y la ciudadanía, rigiendo sobre cuestiones secundarias, subsidiarias o directamente innecesarias.

Se puede equiparar al Estado Administrativo con la tecnocracia burocrática, que posee poca orientación moral o política y trabaja únicamente para preservar y aumentar su propio poder.

El Estado Administrativo es, además, un modelo institucional ilegítimo, al no existir formalmente en las estructuras electivas dispuestas constitucionalmente y operando con la elección arbitraria de funcionarios en un esquema piramidal disfrazado de meritocracia.

Aquí entra el concepto de anarcotiranía, desarrollado por un discípulo de Burnham, Samuel T. Francis, quien lo define como “la síntesis hegeliana en la que el Estado tiránica y opresivamente regula la vida de sus ciudadanos pero es incapaz o ésta desinteresado en aplicar normas necesarias para la protección de sus libertades fundamentales”.

Concepto que se volvió popular entre los paleoconservadores americanos (opuestos al neoconservadurismo de trotskistas conversos como Burnham o Irving Kristol), que le darían mayor dimensión, expandiéndose en la definición de Paul Gottfried, que plantea que es cuando “el Estado en apariencia tiene mayor interés en controlar a la ciudadanía para que no se oponga a la elite administrativa (la tiranía) que en controlar a la delincuencia rampante (que causa anarquía), de modo que las normas se aplican selectivamente y dependiendo de lo que sea beneficioso para la clase gobernante”.

Anarcotiranía y Estado Administrativo están entrelazados ya que las condiciones para retorcer la obligación estatal de brindar seguridad y justicia para la ciudadanía a un hostigamiento a la ciudadanía solo puede darse al transformar instituciones basadas en el bien común a instituciones burocráticas, tecnocráticas, cuyos administradores desalmados solo creen en utilidad y eficiencia económica (y generalmente solo en su interés propio). 

Esta es la crisis institucional moderna, en la que el Estado es un Leviatán obeso e ineficiente, y las instituciones tan frágiles que hordas de manifestantes asedian y se toman capitales, redes de corrupción controlan servicios de salud pública, bandas delincuenciales pactan con gobiernos y se integran a partidos políticos, y fuerzas policiales no pueden detener matanzas y amotinamientos penitenciarios, al estar condicionados por doctrinas de uso progresivo de la fuerza de manera, que significan la imposición de sanciones para aquellos oficiales que la incumplan en su deber.

Estos eventos demuestran que las condiciones mencionadas orientan países al caos. Donde pensadores como Francis Fukuyama verían Estados fallidos, al no haberse establecido regímenes liberales funcionales, la existencia de Estados administrativos ineficientes que conduce países hacia la anarcotiranía demuestra lo contrario.

El caso de los amotinamientos penitenciarios en Ecuador expone este punto, revelando la complejidad innecesaria en la administración pública, con un sistema judicial penal corrompido desde sus propios operadores, que participan de incentivos extralegales para promover arbitrariamente causas y resoluciones, y un Ministerio de Gobierno, subordinado ante el Ejecutivo, que opera el sistema carcelario, con autoridad sobre la policía, en la que existe una burocracia de favores, se domina la actuación de sus agentes, y se ocultan falencias mediante un formalismo legal excesivo y ridículo.

Igualmente, las asignaciones presupuestarias son incompletas, y filtradas en caprichos de la jerarquía gubernamental, y significan menor capacidad de control penitenciario, condiciones de dignidad infrahumana en pabellones, y seguridad de ingreso ínfima, que satura los recintos y aumenta la criminalidad interna.

Las condiciones socioeconómicas del país tampoco ayudan a eliminar la pobreza, al estar la informalidad relacionada con ingresos mayores y rápidos, aunque ilegales y peligrosos, y la formalidad con trabas burocráticas y tributación confiscatoria.

Esto es obra del Estado administrativo, que debe nutrir a su clase burocrática urbana mediante robo institucional, y aísla al resto de la población en economías subterráneas e inseguras, en las que no puede intervenir al estar alienada en sus propias dinámicas dispuestas por su excesiva regulación institucional interna.

En países como el Ecuador, el propio Estado ha generado su colapso funcional, retrayéndose en núcleos urbanos, en los que genera y mantiene a funcionarios y se nutre de producción privada formal.

En este círculo vicioso se concentran el poder político, la administración pública y la población urbana, integrada en un sistema rentista que premia lealtades, castiga disidencias, y alinea el interés propio, legal, como ilegal, con el del Estado y sus administradores.

Esta anarcotiranía somete a la población desconectada de la realidad por su educación profundamente técnica, y la orienta a ingresar en la casta de administradores públicos y privados, pagando su permanencia y su expectativa de ascenso en este sector social mediante tributos cada vez mayores.

Para el caso ecuatoriano, y de los países que aquí se reflejan, la anarcotiranía no es lejana, sino realidad diaria, en la que uno es víctima de la delincuencia y del acoso institucional ejercido en nombre del Estado.

Sus peligros van desde la burocratización, que elimina la libertad política para quienes acatan la formalidad, hasta la generalización del crimen organizado compitiendo directamente con el Estado por el control de territorios, recursos, y dominio sobre la población.

La anarcotiranía hacen que los Estados existan solo para preservar el poder de la clase gobernante mediante recaudación, alimentado un Estado Administrativo replegado donde pueda ejercer poder, pero incapaz de proteger libertades y aplicar su ley contra una delincuencia organizada que reconoce y aprovecha sus debilidades.

Esta crítica no debe quedarse en lo teórico, sino que debe ser un llamado de atención para que aquellos que buscan gobernar rechacen un sistema ineficiente.

Las cosas deben reformarse y esto inicia con el reemplazo del Estado administrativo por un sistema descentralizado en el que el poder se ejerza a nivel local y se resuelvan problemas locales, o seguiremos sufriendo la anarcotiranía actual, y esta se volverá el sistema imperante.

Ugo Stornaiolo S

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