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Afganistán, el déficit para comprender la guerra

Por Alberto Ray

En las guerras posmodernas peleadas con dureza desde el ciberespacio, el territorio físico ha dejado de ser lo más importante, tampoco lo es el tiempo, porque estos conflictos ya no tienen principio ni fin.

Con la discutida salida de Afganistán, Estados Unidos intenta cerrar el paradigma de las guerras territoriales. Para las superpotencias llegó el fin de la historia de los conflictos, cuyos objetivos eran conquistar o defender la tierra. Desde hace ya un par de décadas, las guerras comenzaron a pelearse en otras dimensiones y en nuevos formatos. Lo que no ha cambiado es el altísimo costo que se paga por ellas, tanto en vidas como en dinero. Lo dramático entonces, no fue la lógica decisión de salir de Kabul, sino hacerlo dejando la puerta abierta para tener que volver.

Estamos en la era de las guerras líquidas, una especie de evolución del formato híbrido del conflicto, donde los planos de confrontación comienzan en la mente de las personas y terminan en el espacio exterior. The global war on terror fue una guerra de transición entre lo convencional y lo líquido; en 2001, cuando Bush Jr la declaró, el planeta aún no entraba en las complejidades de la globalización. La guerra contra el terror fue, en principio, una cacería a Al Qaeda, ISIS y otras franquicias internacionales del mal como efecto retaliativo a los ataques del 11 de septiembre de 2001, y tendría a Afganistán, Irak y Yemen como principales escenarios.

A principios de 2002, la Guerra contra el Terror había sacado al régimen talibán del poder en Afganistán, zona de refugio para Al Qaeda y el Estado Islámico. Sin embargo, esto no sería suficiente para una victoria, y muy pronto, los Estados Unidos se daría cuenta que la retirada del país centroasiático no resultaría fácil. La insurgencia talibán y el Estado Islámico nunca abandonarían por completo sus espacios.

En 2011, luego de diez años de guerra, un grupo élite de Operaciones Especiales de los Estados Unidos eliminaría en Pakistán a Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda. Esta acción, lejos de reducir el combate en Afganistán, lo avivaría, alternándose en intensidad durante los años siguientes, lo que dejaba en evidencia el nivel de organización en redes de los extremistas islámicos y sus capacidades para sobrevivir a pesar del conflicto, las inclemencias del clima y la geografía afgana.

Para ese momento, los Estados Unidos entendía que esto era una guerra de desgaste, sin posibilidades de terminar y mucho menos de ganar. En paralelo, se iniciaba un nuevo conflicto en Siria, donde cuatro años más tarde, ISIS llegaría a controlar buena parte del territorio y otros actores entrarían en la escalada bélica. La guerra contra el terror, en lugar de reducirse, se expandía y ya no solo en la geografía, sino en su ideología. En 2012 ocurren atentados en Bali, en 2013 en Boston, en 2015 en París y en 2016 en Niza, todos con saldos mortales y ejecutados por ramas del extremismo islámico.

Desde lo narrativo, la guerra de George W. Bush estaba perdida antes de comenzar. El sólo hecho de definirla a partir del combate al terrorismo la hacía infinita. Lo curioso es que nunca se replanteó la conceptualización estratégica, como tampoco se intentó un proceso real de Nation Bulding en Afganistán.

En las propias palabras del presidente Biden el 16 de agosto de 2021, “no se suponía que fuésemos a Afganistán a construir una nación o a instalar una democracia, fuimos a prevenir que el terrorismo volviera a atacar nuestra tierra. Lo he dicho por muchos años, nuestra misión debe precisamente enfocarse en contra del terrorismo, no contra la insurgencia o la reconstrucción de una nación”.

Tales palabras, luego de 20 años de guerra son disonantes, más aún, dichas por quien fue vicepresidente entre el 2008 y 2016. Pero, como el ahora presidente afirma más adelante en su alocución: “… Al Qaeda está en muchas partes, en África y Asia, donde los Estados Unidos no tiene presencia militar permanente y de ser necesario, haremos lo mismo en Afganistán”. Esta es la declaración abierta de la derrota frente al terrorismo y el reconocimiento que la guerra territorial ya es cuestión del pasado.

Ahora, si los Estados Unidos fue a Afganistán a degradar a Al Qaeda y a su socio el talibán, objetivo que logró en 2011, ¿Por qué permaneció allí por 20 años?  ¿Por qué la insistencia en construir un ejército e instalar una democracia?  ¿Por qué haber gastado 825 millardos de dólares en un conflicto sin fin? En 2014, RAND Corporation publicó un documento denominado Improving Strategic Competence. Lesson from 13 years of war

Allí, sus autores, describen siete lecciones de la guerra, que en mi opinión siguen siendo válidas para explicar la derrota:

  1. Déficit para entender una estrategia de la guerra contra el terror.
  2. Déficit en los procesos para definir esta estrategia.
  3. Fallas en incorporar el elemento político dentro de la estrategia de guerra.
  4. Fallas en considerar que la tecnología podría sustituir a conocimientos culturales e históricos en la visión del conflicto y la formulación de una estrategia oportuna.
  5. Fallas en planificar, preparar y desarrollar acciones de estabilización y transición, así como la subestimación de las capacidades de la contrainsurgencia.
  6. Insuficiencia en definir, aproximarse e influir en actores no bélicos del conflicto.
  7. Deficiencias y sobrestimación de las capacidades de los actores civiles y fallas en los mecanismos de coordinación inter-agencias y aliados internacionales.

Las incomprendidas guerras líquidas que pretenden ser infinitas, asimétricas, supra territoriales y dominadas por narrativas son el nuevo desafío para el mundo, hoy, ya estamos enganchados en varias y quizás no nos hemos dado cuenta. Sin embargo, es aún mayor el reto de aprender a abordar asertivamente el plano físico del conflicto, que siempre estará presente, y por mucho que los Estados Unidos quiera lo contrario, no les será posible evitarlo. La creencia que las recién creadas fuerzas militares afganas y su endeble gobierno civil defenderían a una nación que nunca se construyó es la evidencia que aún falta mucho por entender.


Alberto Ray es especialista en análisis de riesgo y toma de decisiones por la Universidad de Stanford. También es consultor de seguridad y estrategia.

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