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Benedicto XVI: Siervo y testigo de la Verdad

Benedicto XVI

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Cuando en 1969 falleció charles de Gaulle, el entonces presidente francés, Georges Pompideu, lo anunció diciendo “Le général de Gaulle est mort; la France est veuve.” (El general de Gaulle ha muerto, Francia está viuda). Son las únicas palabras adecuadas que decir hoy después de conocerse la muerte de Benedicto XVI. No podemos decir directamente que la Iglesia esté viuda, porque su esposo es Cristo, pero sí que ha perdido unos de sus hijos más fieles.

En una época de ateísmo práctico, rápida secularización y escándalos por doquier en la Iglesia, es difícil pensar en servidores más leales a la Iglesia de Cristo y a la Verdad en nuestros días que Joseph Aloisius Ratzinger.

Chesterton decía que Dios ponía en el mundo a santos que contradijeran su época. En tiempos de asquerosa opulencia, Dios mandó a san Francisco de Asís con su mensaje de pobreza radical. En tiempos de separación y herejías en la Iglesia, mando a san Ignacio con su ejército de misioneros y sabios fieles al Papa. En nuestros tiempos de relativismo, Dios mandó a un humilde y tímido –pero siempre fiel– servidor de la Verdad.

Sería un flaco favor a Ratzinger (y una deshonra a su memoria) el oponer su papado y sus ideas a las del Papa Francisco. Entre sí, en general, se veían como la natural continuación del otro. Allí donde Ratzinger veía la “dictadura del relativismo” que lleva al hombre a construirse una prisión de oro consumida por el Yo, Bergoglio ve la “cultura del descarte” que lleva al hombre a tratar a los demás como medios olvidando sus deberes de justicia y caridad con ellos.

Flaco favor sería también presentar a Ratzinger como un héroe de la derecha o del conservadurismo por dos razones: 1) Porque como todo pensador católico que se precie, escapó dichas calificaciones y 2) Porque no le hace honor a la magnitud de su obra.

Ratzinger es a class of his own. Sin exagerar, junto con Newman, quizá el pensador católico más importante desde la Reforma.

Los menos entendidos en la historia de la Iglesia no sabrán que en sus primeros años de teólogo y sacerdote, a Ratzinger se le consideraba una suerte de enfant terrible teológico por su asociación con la nouvelle theologie, una nueva corriente teológica que buscaba recuperar la influencia de los padres de la Iglesia en la doctrina cristiana. Ratzinger, junto con otros teólogos asociados al movimiento (Hans urs von Balthasar, Romano Guardini, Cornelio Fabro, Karl Rahner, Jean Danileou, Henri de Lubac, Hans Küng, Edward Schillebeeckx, entre otros) fueron fundamentales en el aggiornamento del Concilio Vaticano II. Sin embargo, entre este nutrido grupo de teólogos, había una gran diferencia: Unos entendían al Concilio como un desarrollo orgánico en la doctrina e historia de la iglesia, otros como una ruptura reformadora para rehacer la Iglesia de forma “auténtica”.

Afortunadamente, se impuso la primera interpretación del Concilio, y Ratzinger se convirtió en la principal pluma autorizada posconciliar. De no haber sido así, la Iglesia probablemente hubiera sufrido el mismo destino de las denominaciones protestantes tradicionales de obispas lesbianas e iglesias vacías.

Debe decirse que su elección como Papa en 2005 no sorprendió a muchos. Fue la mano derecha de Juan Pablo II por décadas.

Pero a diferencia del santo polaco, Ratzinger sería rápidamente martirizado por la opinión pública. Y siempre sufrió en silencio los ataques de la prensa, más interesada en sus zapatos rojos y en llamarlo Nazi que en su profunda obra teológica y su amor por la Iglesia.

Si nos quedáramos con la imagen ofrecida por la prensa progresista de Benedicto XVI, pensaríamos que fue un hombre cuya mente se quedó en los años 50. Un pobre viejecillo incapaz de adaptarse a los tiempos que corren e incapaz de reformar a la Iglesia a tal fin. Un dogmático obstinado que no puede ver como las almas se le escapan a su iglesia de las manos.

Como es costumbre, esta imagen es falsa. Con leerlo, escucharlo predicar o escuchar a quienes estuvieron cerca de él, se deja ver al verdadero Ratzinger: Un gentil enamorado de Cristo y, por lo tanto, de la Verdad.

Ratzinger entendió que la dialéctica entre fe y razón impide que haya contradicción entre ellas. La realidad es una, la verdad es una. Y lo mismo pasa con la teología y la liturgia. Ambas apuntan a la comunidad de los fieles hacia Cristo. Lex orandi, lex credendi. Ratzinger vio claramente que la liturgia no era un adorno pomposo a nuestra fe, sino la expresión predilecta de aquel punto de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio: El hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor.

Esta claridad meridiana le llevó a prestar especial atención a mantener intacta la doctrina de la Iglesia y procurar que la liturgia fuera verdadera expresión de esa Verdad, Camino y Vida que profesamos.

Pero por querer preservar fielmente la fe que recibimos de los Apóstoles fue maniatado, desde dentro y fuera de la Iglesia. “¿Qué es la verdad?” gritó el mundo cual Pilato. Y desde dentro se forjaba una oposición mas silenciosa a su reforma financiera y penal de la Iglesia, que le costó su salud. Cansado, porque el yugo del Servus Servorum Dei es pesado y su carga insoportable, renunció. 600 años habían pasado desde que un Papa renunciase. Una decisión valiente y humilde. Dos de las virtudes que siempre brillaron heroicamente en Ratzinger.

Y, como dijo el papa Francisco, en el silencio de la oración, Benedicto XVI sostenía a la Iglesia. Hace poco menos de un año, el Papa Emérito, publicó una carta en la que decía que:

Muy pronto me presentaré ante el juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento sin embargo feliz porque creo firmemente que el Señor no sólo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte.

En su magnum Opus, Introducción al Cristianismo, Ratzinger comienza citando a Kierkegaard sobre lo paradójico que es el cristianismo. Es, casi, una burla cruel. Dijo en una homilía en 2008 que la labor del sacerdote consiste en “llevar el Evangelio a todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo”. Pero allí yace la paradoja del cristianismo: El sacerdote es ipse Christus, pero no se puede ser otro Cristo sin clavarse a la Cruz. No se puede ser testigo del Amor sin sufrir por ese Amor.

Desde que era un joven sacerdote y luego un importante obispo, cardenal y papa, Benedicto XVI siempre pareció consciente de esta dimensión paradójica de la vocación cristiana: Vinimos a ser signos de contradicción. El mundo, parafraseando a Ratzinger, nos dice que estamos hechos para la comodidad. Pero estamos hechos para la grandeza, para Dios mismo. Pero a Dios no se llega sino por la Cruz.

Para algunos, su Cruz es la corona del martirio. Para otros alguna enfermedad. Para otros, la persecución. La Cruz de Ratzinger fue quizá, más humilde: La de sufrir en silencio la incomprensión de ser fiel a Cristo y a su Iglesia.

Pero el Padre que ve en lo secreto se lo agradecerá. Hoy espero que se abran las puertas del Cielo y Nuestro Señor repita las palabras de aquella parábola: “¡Siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor”. (Mt 25, 23)

Edgar is political scientist and philosopher. He defends the Catholic intellectual tradition. Edgar writes about religion, ideology, culture, US politics, abortion, and the Supreme Court. Twitter: @edgarjbb_ // Edgar es politólogo y filósofo. Defiende la tradición intelectual católica. Edgar escribe sobre religión, ideología, cultura, política doméstica, aborto y la Corte Suprema. Twitter: @edgarjbb_

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