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Biden y la diversocracia

Diversocracia

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Se abre la era Biden. Todo hace temer que se acentuará la deriva de Estados Unidos hacia el enfrentamiento civil. Y es que la ideología del Partido Demócrata ya no es más que identity politics y revanchismo sexual-racial: una doctrina que divide a la sociedad en tribus de opresores y oprimidos.

De la vicepresidente Kamala Harris, lo que la prensa destaca no son sus ideas (muy radicales, por cierto), sino su condición de mujer y asiático-africana-americana. No interesa su mente, sino sus genitales (aunque, con la irrupción del activismo transgénero, basar el sexo en las gónadas está a cinco minutos de ser considerado fascista) y el color de su piel.

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Desde los nazis no se había dado en la política un grado tal de obsesión racial. El sueño de Martin Luther King –que cada persona “sea juzgada, no por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter”- está más lejos que nunca.

La inmortal frase del boxeador negro Joe Louis (cuando le preguntaron, tras ganar el campeonato mundial, si “se sentía orgulloso por su raza”, dijo: “sí, me siento orgulloso por mi raza: la raza humana, por supuesto”) hoy sería considerada “microagresión racista” por el manual de diversidad de la Universidad de California (“Fostering Inclusive Excellence: Strategies and Tools for Department Chairs and Deans”).

Sí, la afirmación “no hay otra raza que la raza humana” es desaconsejada, pues equivale, según el manual a “negar al individuo como ser racial-cultural”. También otras como “La persona más cualificada debería conseguir el puesto”, “América es la tierra de las oportunidades” o “Cuando te miro, veo una persona, no un color”. La color-blindness -las leyes “ciegas al color”-, la gran conquista de Lincoln o Frederick Douglass, ha pasado a ser vista como una tapadera de la “supremacía blanca”.

Y sí, la doctrina tóxica que ha infectado a la política y puede terminar infectando a toda la sociedad occidental procede de la Universidad; por eso es imprescindible leer “The Diversity Delusion”, de Heather MacDonald. Es en los departamentos de Women’s Studies (ahora “Gender Studies”) y Critical Race Theory donde se ha codificado la cosmovisión que está siendo inculcada a promociones enteras de jóvenes.

Sus principales tesis son:

  1. Que el ser humano viene definido, no por sus creencias, capacidades, intereses o logros, sino por su sexo, raza y orientación sexual.
  2. Que la sociedad occidental se ha basado siempre en la dominación de mujeres, no blancos y homosexuales por el varón blanco heterosexual.
  3. Que todas las diferencias socioeconómicas, académicas, etc. entre los sexos y grupos étnicos se deben al machismo y racismo sistémicos.

No es sólo que esas ideas informen el funcionamiento de las universidades (dotadas, por ejemplo, de una complejísima y carísima “burocracia de la diversidad” dedicada a vigilar las siempre inminentes agresiones y discriminaciones machista/racista/homófobas), sino que ya son casi lo único que se aprende en ellas (al menos, en las Facultades de humanidades y ciencias sociales).

Un ejemplo entre los muchos que proporciona MacDonald: hasta 2011, los estudiantes de la Universidad de California, Los Angeles (UCLA) debían completar un curso sobre Chaucer, dos sobre Shakespeare y uno sobre Milton para obtener la “major” en Filología Inglesa; tras una revuelta de profesores “antirracistas”, ese requisito fue abandonado, y en su lugar empezó a exigirse que cursaran materias como “Gender, Race, Disability and Sexuality Studies” o “Imperial, Transnational and Postcolonial Studies”.

Los graduados en Literatura Inglesa ya no sabrán nada sobre el rey Lear, Oberón y el Moro de Venecia (¡racismo!), pero recitarán de corrido la letanía del privilegio blanco y la opresión interseccional.

Se está educando a una generación de ignorantes, convencidos de que no hay nada valioso en un pasado occidental en el que solo ven “privilegio masculino” y “supremacía blanca”. Las figuras de los Padres Fundadores han dejado de ser sagradas: empiezan a ser atacadas las estatuas de Jefferson o Washington, a quienes ya sólo se ve como “propietarios de esclavos”.

Y además de ignorantes, intolerantes. En la franja de edad 18-35 disminuye el porcentaje de los partidarios de una libertad de expresión incondicional: sólo tiene derecho a hablar quien comulgue con la religión laica del irredentismo racial-sexual.

Los profesores Nicholas y Erika Christakis fueron acosados –y finalmente expulsados de sus cátedras en Yale- cuando ella osó criticar en un email la circular decanal que ordenaba a los blancos no disfrazarse en Halloween de personajes de otras razas; el rector, en lugar de defender a los profesores, premió a los escrachadores.

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Casos similares de linchamiento profesional han afectado a los profesores Jordan Peterson (por negarse a usar los pronombres de la neolengua “no binaria”: ¡transfobia!), Bret Weinstein (por criticar el “Día de la Ausencia” invertido, durante el cual se expulsa del campus a todos los blancos), Val Rust (por indicar a una alumna que la palabra “indígena” no debe escribirse con mayúscula: ¡racismo!), Amy Wax y Larry Alexander (por publicar un artículo en el que defendían los “valores burgueses” de la América de mediados del siglo XX: matrimonio, trabajo duro, autodisciplina…), y un largo etcétera (que incluye a la propia Heather MacDonald, que tuvo que pronunciar su conferencia de 2017 en Claremont McKenna College con fuerte escolta policial y ante un auditorio casi vacío, mientras una horda de estudiantes antisupremacistas golpeaban puertas y cristales).

En España, profesores como Alicia Rubio o vuestro servidor hemos sufrido situaciones similares.

La obsesión por la diversidad racial está destruyendo la meritocracia y distorsionando los mecanismos de selección de las Universidades, como muestran los datos de MacDonald. En el programa de “liberal arts” de Berkeley, negros e hispanos pueden ingresar con una puntuación en el examen “SAT” 250 puntos (en una escala de 1600) inferior a la exigida a los blancos y asiáticos.

Un artículo del Wall Street Journal de 2002 demostró que UCLA había aceptado a una estudiante hispana con una puntuación SAT de 940, mientras rechazaba a un coreano con una puntuación de 1,500. El estudio de John Moores Sr. de 2003 desveló que Berkeley había admitido a 374 aspirantes con una puntuación SAT por debajo de 1,000 (casi todos negros e hispanos), mientras rechazaba a 3,128 con puntuaciones superiores a 1,400 (todos blancos o asiáticos).

La escasa representación de afroamericanos e hispanos en la Universidad no es producto del “racismo sistémico”, sino de los diversos niveles de rendimiento académico desde la educación primaria: entre los estudiantes de octavo grado (13-14 años de edad), el 11 % de los negros alcanzan la “proficiency” en matemáticas; entre los blancos, el 42 %; entre los asiáticos, el 61%. En lectura, los porcentajes respectivos son 15 %, 44 % y 51 %.

La razón por la que, en Estados Unidos, sólo el 14 % de los ingenieros y el 25 % de los informáticos son mujeres no es el machismo enquistado en facultades de ciencias y empresas tecnológicas, sino el hecho –sobradamente acreditado por estudios psicológicos, pero devenido impronunciable por políticamente incorrecto- de que las mujeres, en promedio, están menos atraídas por las matemáticas y la tecnología. En el 0,1 % de población con mayor habilidad matemática, los varones sobrepasan a las mujeres en proporción de 2,5 a 1.

Pero las grandes universidades y empresas no asumen la realidad: totalmente imbuidas de la ideología progresista dominante, distorsionan el proceso de selección de alumnos y empleados, aplicando criterios “holísticos” para que la pertenencia al grupo deseado importe más que los conocimientos poseídos. El objetivo ya no es la búsqueda de la excelencia, sino la de la diversidad racial y de género. La excelencia es sacrificada a la diversidad.  

La identity politics no es letal para un país sólo porque disuelva al individuo en el rebaño racial o sexual de turno y porque enfrente a hombres con mujeres, a blancos con negros o asiáticos con hispanos. No sólo porque conduzca a universidades, administraciones y empresas a dedicar recursos ingentes a la persecución de un racismo/machismo/homofobia que ya no existe (a no ser de manera muy marginal).

También, sobre todo, porque, al impedir la selección meritocrática de empleados, ejecutivos e investigadores, afectará pronto a la competitividad empresarial y el progreso científico. Lo lamentaremos cuando seamos operados por cirujanos que están ahí, no por su pericia y conocimientos, sino por su sexo o raza. Cuando las compañías sean dirigidas, no por los más capaces, sino por los favorecidos en el nuevo reparto racial-sexual del poder.

La obsesión por el sexo y la raza está llegando incluso a la ciencia y la tecnología, como muestra el libro de MacDonald. La política de contratación de la Universidad de Amherst en el departamento de Biología resulta estar presidida por el principio de que “la diversidad es crucial para alcanzar la excelencia científica”.

Uno hubiera pensado que el progreso se conseguía con equipos investigadores de sólida preparación, sean “diversos” o no. Pero la cualificación es sacrificada a la diversocracia, como demuestra el compromiso de Amherst de que los méritos serán evaluados “holísticamente” (o sea, arbitrariamente).

La Sociedad Astronómica Americana ha recomendado que se elimine el requisito de aprobar el examen “GRE” de Física para poder hacer un doctorado (PhD) en astronomía, pues impide que se animen a ello un mayor número de mujeres y de miembros de las “minorías raciales infrarrepresentadas”. La Universidad de Oxford ha ampliado el tiempo para sus exámenes de matemáticas y “computer science”, con la esperanza de que los aprueben más mujeres.

La identity politics es tóxica en un último sentido: al proponer el racismo/sexismo sistémico (imaginario) como clave explicativa universal, desincentiva la responsabilidad individual y familiar. La culpa es siempre de las estructuras injustas, no de la mala conducta propia.

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“De la vicepresidente Kamala Harris, lo que la prensa destaca no son sus ideas (muy radicales, por cierto), sino su condición de mujer y asiático-africana-americana. No interesa su mente, sino sus genitales (aunque, con la irrupción del activismo transgénero, basar el sexo en las gónadas está a cinco minutos de ser considerado fascista) y el color de su piel”. (EFE)

Por ejemplo, la explicación políticamente correcta de la infrarrepresentación afroamericana en la élite escolar y académica y su sobrerrepresentación en las estadísticas criminales y penitenciarias sería el supuesto racismo de profesores, policías y jueces, y no, por ejemplo, la casi desaparición de la institución familiar entre los afroamericanos (el 71 % de los niños son criados por madres solteras).

Apelar a la autorresponsabilidad, al esfuerzo y la superación, es “culpar a la víctima”. Cuando Amy Wax y Larry Alexander publicaron en “The Philadelphia Inquirer” su artículo llamando a la recuperación de los “valores burgueses” de laboriosidad, ahorro y estabilidad familiar, se les acusó, como siempre, de racismo, por propugnar “virtudes blancas”: “la superioridad de una raza sobre otra no es una idea admisible en el siglo XXI”, tronó el Penn Graduate Students Union (GET-UP).

De nada sirvió que Wax y Alexander explicaran que tales virtudes no tienen nada de intrínsecamente “blanco”, y que pueden beneficiar por igual a todas las razas, como demuestra el éxito académico y profesional de los asiático-americanos, superior al de los blancos, o el de los nigeriano-americanos. Como en tantos otros casos, las autoridades académicas se pusieron del lado de los linchadores “antirracistas”.

Un portavoz de la Facultad de Derecho en la que enseñaban Wax y Alexander declaró que “las opiniones expresadas en el artículo pertenecen sólo a sus autores, y no representan los valores y políticas de Penn Law School”.

Acelerado por los demócratas en el poder, el tribalismo racial y de género seguirá minando la paz civil, el bienestar económico y la excelencia académica y científica de Estados Unidos. Mientras tanto, China espera y sonríe.


Francisco José Contreras Peláez es catedrático de Filosofía del Derecho – Universidad de Sevilla.

Francisco José Contreras

1 comentario en «Biden y la diversocracia»

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