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Los 4 jinetes del capitalismo

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Con el advenimiento de la Revolución Industrial el mundo fue abandonando el hambre para dar paso al aburrimiento. Si en un principio fue la destreza para reproducir alimentos la esperanza para una sociedad civilizada fue devolviéndose con el tiempo hacia las formas más refinadas de entretenimiento. Empujado ante expresiones crecientes de riqueza y de desigualdad menguante (¡lo que se incrementa es nuestra preocupación por ella!) es que el curso de la historia nos pone, como a nadie, en lo más alto de la escalera del progreso. 

El hombre, en cambio, entregado a las más empequeñecidas miras asiste con desdén a un momento único en bondades materiales y refinamientos morales. Aquí la pregunta que le asalta al lector bien entendido es la siguiente; ¿qué hace, entonces, que seamos tan ingratos a las pruebas que ponen tan a la mano el bienestar de los pueblos? Una vez apartada la malicia que no podríamos suponerlo a la mayoría por imprudentes ni por ignorancia, pues despojaría a la riqueza de su clarividencia, solo nos queda aceptar que sea la misma fuente de riqueza la que confabula contra sí misma. Pero, ¿cómo es eso posible? 

La competencia capitalista no destruye aisladamente, antes como consecuencia de un acto de creación. Cada artículo puesto a disposición del mercado asegura el desplazamiento de otros en desuso. Visto así el asunto y aupado por la bajeza moral con la que el hombre encauza sus necesidades, nos disponemos a identificar las cuatro traiciones que la riqueza acomete contra ella misma. 

La primera es la ansiedad: y es que la riqueza y la incertidumbre son como primas hermanas; no se concibe riqueza fuera del peligro. La fuente de valor de la que se reviste el bienestar descansa en la conveniencia de dar soluciones a problemas inéditos. Sin embargo, el hombre no ha sido favorecido para plantarse firme ante lo desconocido sino tembloroso ante lo que le espera. De hecho su aversión al riesgo está detrás de la deformada preocupación con la que atiende a la desigualdad. Los países donde la competencia está férreamente asegurada coinciden con ser aquellos que más empeño le ponen a combatir la desigualdad. Y no porque esta dificulte el ejercicio eficaz de la riqueza cuanto por la necesidad de alimentar de certidumbre un mundo cada vez más impredecible.

A mayor riqueza más se acrecienta nuestra percepción del riesgo. Ante ello, la sociedad reacciona inquieta sirviéndose del manejo de las políticas sociales que den un giro revulsivo a la incertidumbre. Por eso es natural como paradójica la ley que rige en las sociedades más avanzadas por medio de la cual la competencia nos proporciona más, y no menos, deseos de regulación (los países más desarrollados encabezan la lista de presión fiscal y gasto público). 

No contento con ello, la competencia se aferra a agrandar nuestra sensación de fragilidad. Y no por otra cosa que por el ejercicio de inestabilidad desde el que viene impulsada. Ya saben mis amigos lectores que lo único permanente es el monopolio; la competencia, dinámica en sus más altas cotas, hace de la riqueza precariedad.

Resulta esta la razón y no otra por la cual muchos achacan de codiciosos a los amigos del capitalismo. No contento con lo suficiente, el capitalista aspiraría a lo máximo embrutecido por una sed insaciable de ganancia. Sin embargo, la realidad se muestra contrariada a este hecho y la codicia no sería una reacción torcida como la prueba preclara de que la riqueza nunca es riqueza del todo. Me explico. La facilidad con la que las grandes fortunas ven dilapidado su patrimonio (Facebook perdió más de seis mil millones de dólares en pocas horas de interrupción) revela la necesidad de despejar cualquier límite a la ganancia: lo que rápido se puede perder responde a que nunca nos perteneció del todo. No son más ricos los que más patrimonio atesoran, como se suele presumir, sino aquellos otros que menos lo ven amenazados. 

En la misma línea la fragilidad va ligada al sentimiento de amenaza con el que la competencia destruye cada vez que progresa. A ninguno nos resultará extravagante ese dicho que reza así; “la competencia es sana mientras que no me toque a mí; para mí mejor monopolio”. 

A la incertidumbre y a la inestabilidad se le suma ahora el amargo de verse superado por los rápidos progresos de la industria. La desafección que genera en nosotros ese miedo a vernos perdidos, desplazados ante la inercia de la competencia exprime nuestro natural desprecio hacia un sistema que en su amenaza hace florecer, en cambio, lo más valioso. La ley de hierro de la competencia capitalista reza así: a mayor abundancia mayor se hace en nosotros la sensación de empobrecimiento. Y no puede ser de otro modo, más aun cuando atendemos al último de los jinetes. 

Bajo las leyes estrictas de la competencia nada es nunca suficiente. La exigencia que pone sobre nuestros hombros la necesidad de superar cada día al competidor nos arrebata la natural tranquilidad de vernos cómodamente ociosos (tentación de socialista). El hombre nacido para prosperar se aferra a la pereza para ver arrancar desde ella, su proyecto.

Sin embargo, en él no brota el fuego de la sobrevivencia como sí ocurre con el resto de las especies vecinas. Su destino, mucho más marcado en el corazón de Dios, le exige perfección, refinamiento; ¡dignidad! Y qué mejor para atenerse a ello que el cambio con el que la competencia se acompaña cada día. 

He aquí nuestra aversión sumada a nuestra natural flojera de ver azotada la deliciosa tranquilidad que apetece nuestro cuerpo. Es gracias a la competencia que nuestras habilidades se refinan puestas en juego, derribadas en muchos casos, triunfantes en otras, y sin embargo, único canal hacia la civilidad soñada. Tan lejos de nuestra propia criatura hemos de empeñar nuestro tiempo para curar las asperezas y ponernos a su altura. Querido lector: no es menos capitalismo lo que necesita el mundo sino más hombre.

Antonini de Jiménez es doctor en economía y ha fungido como profesor universitario en Camboya, México y Colombia (actualmente es profesor en la Universidad Católica de Pereira). Trotamundos infatigable y lector sin escrúpulos // Antonini de Jiménez has a PhD in economics and has served as a university professor in Cambodia, Mexico and Colombia (he is currently a professor at the Catholic University of Pereira). He is a tireless globetrotter and unscrupulous reader.

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