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Chile, la redondez de la tierra y el terraplanismo

Chile, la redondez de la tierra y el terraplanismo, EFE

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Cualquiera sea el ganador del plebiscito del domingo 4 de septiembre, el tema constitucional va a permanecer abierto. Al parecer el error fue intentar imponer el proyecto de un solo sector, de signo opuesto, pero el mismo error de Pinochet.

Creo que solo hay una solución, el acuerdo nacional, es decir, la Constitución como casa de todos, con reglas del juego que sean aceptables para todos los demócratas. Para todos quienes deseábamos la modernización de lo existente, adecuaciones solo van a dar si gana el rechazo, ya que no va a existir apoyo ni incentivos para un acuerdo por parte de los vencedores, amén de que costaría demasiado recuperar al país de la división y el extravío.

Además, si llega a ganar el Apruebo pasaría lo mismo que si hubiese triunfado Pinochet, es decir, la imposición al resto del país de una refundación para hacer un “nuevo” Chile; desmesura y experimentación en relación con una historia bicentenaria. No se trata del cambio, sino de esta propuesta.

Chile demuestra la redondez de la tierra, ya que tanto la trayectoria desde la derecha como desde la izquierda, ambas terminan encontrándose en un punto del trayecto. Esta comparación va a ofender a los extremos, pero lo que motiva mi rechazo no son normas puntuales, sino su filosofía como también los candados que dificultan toda reforma.

Esta comparación nos muestra que, aunque de signo diverso, se parecen mucho, más de lo que ambos quieren admitir. En primer lugar, Pinochet le metía mano a las urnas y a elecciones, distorsionándolas con escaños reservados en el Congreso para exoficiales de las fuerzas armadas. Hoy, en 2022, se hace con aquellos reservados para pueblos indígenas, en rigor para activistas a través de listas especiales de votantes.

En segundo lugar, se modifica el legado histórico del país, afectando lo que es un Estado democrático y las instituciones republicanas. Con argumentos distintos, coinciden en desconocer su evolución histórica, incluyendo la separación de poderes y una democracia sin apellidos ni colgajos; en un caso fue fruto de un golpe de Estado y en el otro, una mayoría circunstancial, ambos pretendiendo imponer a todo Chile una ideología particular como Constitución.

Tercero, en ambos, el recurso a algo tan antidemocrático como la superioridad moral en la forma de una especie de verdad revelada, donde grupos iluminados rechazan todo consenso con aquel que piensa distinto, con principios que se consideran fijos y permanentes: este 2022 lo son el indigenismo y el ecologismo extremo, una versión opuesta, pero con deseos similares de inamovilidad a lo que era en 1980 el concepto la democracia “protegida” por la seguridad nacional.

Cuarto, los dos intentos hacen algo tramposo, poco ético, que durante años se gobierne no con las disposiciones permanentes, sino con esos artículos transitorios que no se discuten y que pocos leen. Más de medio centenar este 2022, con el precedente de Pinochet, quien gobernó una década, entre 1980 y 1990 solo con el articulado transitorio que, por lo demás, solo fue modificado a través de cincuenta y tantas normas plebiscitadas en 1989, y que permitieron antes que asumiera Aylwin, por ejemplo, la derogación del artículo octavo, que impedía la participación política de comunistas y socialistas.

De modo similar, hoy existe una estructura política que permanecería sin modificaciones hasta al menos 2026, y una numerosa batería de reformas legales necesarias para materializar el nuevo Chile, lo que hace, solo por razones prácticas, que sea muy difícil cualquier otro tema a nivel legislativo, dada la supremacía constitucional. Otra disposición transitoria obliga a que inmediatamente, tanto el Estado como la sociedad, comiencen a adaptarse al nuevo articulado, desde el tema laboral a fallos judiciales. En otras palabras, aunque no exista ley al respecto, igual el nuevo Chile debe iniciarse de inmediato, ya que son tantas las nuevas normas que se van a necesitar que esta Constitución es realmente el punto de partida, no una certeza definitiva.

Quinto, aunque parezca difícil de aceptar, en ambas se nota la influencia de alguien como Carl Schmitt, a través de algunos de los principales impulsores. En 1980 fue Jaime Guzmán quien fuera su cerebro como también aparece este destacado jurista y politólogo alemán influyendo en el abogado Fernando Atria, uno de los responsables en este 2022. El punto es que la influencia de Schmitt llega hasta nuestros días, no solo porque fue una de las figuras señeras del nazismo, sino que nunca renegó de esa lealtad. Por cierto, ni Guzmán ni Atria son fascistas, pero en sus obras figuran los conceptos claves de Schmitt, como aquel que el debate político no es entre adversarios, sino que la distinción básica es entre amigos y enemigos.

Como no todos aceptan la redondez de la tierra, lo que ha rodeado a la Constituyente, y al borrador resultante, ha contado con su buena cuota de terraplanismo, partiendo por aquellos que han negado el rol de partera de la violencia desatada en las calles de Chile el 2019, el llamado “octubrismo”, por el mes donde surgió.

Estos terraplanistas aparecieron con la refundación, con la idea de que Chile era un lugar donde casi nada positivo era rescatable de su historia, y donde no solo Pinochet sino que también la concertación socialdemócrata y socialcristiana aportaron casi nada positivo durante 30 años, relato que negaba lo que surge de las estadísticas del Banco Mundial y otros organismo similares, no solo el crecimiento del PIB, sino la reducción de la pobreza extrema desde un 39 % en 1990 al 8,6 % el año 2018, con el agregado que existió una importante disminución de la desigualdad, medida por el coeficiente Gini.

Ese país, que mejoro su cobertura educacional y de salud, que aumento notoriamente su inversión social y que consiguió la más alta esperanza de vida en la región al igual que el mejor Índice de Desarrollo Humano, según la ONU, simplemente no existía para estos muchos negacionistas, distorsión que además fue aplaudida y apoyada por muchos periodistas y comunicadores.

Según The Economist el error más frecuente entre los políticos de América Latina es el “anhelo utópico”, siendo la constituyente chilena una expresión de “idealismo rustico”. Lo anterior es cierto, pero al medio británico le falta agregar el otro 50 %, que lo es el apoyo que encuentra en el primer mundo. Ejemplo de lo anterior son las 200 personalidades de 25 países que coordinados por la Internacional Progresista les dicen a los chilenos que aprueben. Entre otros firmantes de esta Carta figuran Noam Chomsky, Jeremy Corbyn, Jean Luc Melenchón y Libeth Verstrynge, no existiendo evidencia que hayan leído lo que se somete a plebiscito, además de la duda, quizás no ellos, pero sí que todos los de la lista quieran hacer esos cambios en los países donde viven.

El día después, el país se encontrará todavía dividido, por lo que nuevos acuerdos serán necesarios para permitir una salida con lo que es propio de la democracia, es decir, el arreglo pacífico de los conflictos, por lo que creo que el hoy irrelevante centro será necesario, toda vez que Chile le debe algunos de sus mejores años.

Se necesita compromiso, disposición a ceder, búsqueda de grandes acuerdos y consensos, es decir, líneas azules a ser navegadas, así como la comprensión de la existencia de líneas rojas, pocas, pero que no deben ser traspasadas al representar lo que no es ni puede ser negociable para los disantos actores, todos legítimos, y cuya existencia no puede ser negada ni borrada.

Tuve por mucho tiempo dudas acerca del resultado, pero ahora estoy convencido de que gana el rechazo, y que el resultado va a ser más estrecho de lo que dicen las encuestas, además que puede cambiar en la recta final, como ocurrió en la primaria donde el comunista Jadue fue derrotado por Boric o en la segunda vuelta presidencial, donde el derrotado fue Kast. Lo que dicen todas las encuestas es que se estaría en la vecindad del 54 % al 46 %, más o menos el porcentaje de los triunfadores en casi toda elección desde el retorno a la democracia.

Pocas veces he estado tan convencido como lo estuve el 88 y como estoy ahora, pero le tengo temor a la partidocracia, esa distorsión de la democracia, donde el resultado es capturado por dirigentes políticos, pero eso es ya otra historia, que puede ser solucionada si es que existe un Pacto por Chile, un acuerdo amplio sobre el Chile del futuro más que del pasado. Sería malo, muy malo una partitocracia que intente hacer borrón y cuenta nueva, como si no existiera una pésima opinión de la clase política, tanto que nos condujo a esta aventura.

Como conclusión, lo que hoy existe no es la Constitución original de Pinochet, sino fruto de acuerdos políticos que la transformaron en la más reformada de la historia, y aunque el presidente Lagos hubiese legitimado su reforma con un plebiscito, todavía conservaría una impronta institucional de respuesta a la crisis de 1973, incluyendo la dictadura resultante, más que del siglo XXI.

Por ahora, la revolución neoliberal y la revolución identitaria-posmodernista terminaron encontrándose en un punto donde se parecen más de lo que reconocen, lo que me recuerda al tango Rencor, allí donde se dice que “no repitas lo que voy a decirte, pero te odio tanto que tengo miedo de que seas amor”.


Este artículo forma parte de un acuerdo entre El American y el Interamerican Institute for Democracy.

Ricardo Israel es un reconocido escritor, bogado, analista político y académico chileno. Fue candidato presidencial de su país en 2013. Actualmente hace parte del directorio del Interamerican Institute for Democracy // Ricardo Israel is a renowned Chilean writer, lawyer, political analyst and academic. He was a presidential candidate in his country in 2013. He is currently a member of the board of directors of the Interamerican Institute for Democracy

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