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La contrarrevolución progresista abrió camino a la cultura de la cancelación

Guerra cultural América marxismo

Los Estados Unidos de América emergen de un logro poco frecuente. Equilibrar y limitar mediante pesos y contrapesos al poder para mantener limitado al gobierno mientras que las libertades individuales vigentes ayudaron a la economía de mercado y su cultura política del derecho a “la búsqueda de la felicidad” que implica una tolerancia que incluye la discusión libre de todas las ideas, incluso aquellas que escandalizan y ofenden. 

Pero el ideal del gobierno de las leyes sobre el de los hombres se fue debilitando en la democracia americana. Los intereses concentrados finalmente hicieron del legislativo, cada vez más próximo al poder ilimitado, un mercado de privilegios mercantilistas mediante demagogos populistas elevados por el voto de una parte de las masas enceguecida de resentida envidia.

Cuando la libertad deja de ser entendida como ausencia de restricción arbitraria y se acepta la demagogia intelectual de igualarla al “poder de hacer” en sentido material, los demagogos exigirán que “el poder de hacer” del que pocos medios materiales tengan, crezca por la redistribución forzosa de esos medios.

Es la trampa populista de los progresistas que en la historia política de los Estados Unidos se establece desde Theodore Roosevelt a Franklin D. Roosevelt. Los Estados Unidos entran en la dinámica política de la captura de rentas a partir del Nuevo Trato, con un Estado intervencionista creciente –variante muy moderada del socialismo–, más que suficiente para empezar a atacar intelectualmente las libertades individuales que defendieron con armas los fundadores de la república. 

Aunque la Revolución Americana fue un éxito, la contrarrevolución, que la coloca al borde de la destrucción, creció en su seno imponiendo malas ideas en la opinión general. Las ideas tienen consecuencias y los dos filósofos más influyentes en los Estados Unidos de los últimos 100 años son John Dewey y John Rawls. Dewey pervirtió la libertad identificándola con el poder para proponer al socialismo como “fundamento material” de la libertad. Un socialismo que forzosamente tiene que destruir para alcanzar sus objetivos. Denominó “liberalismo” a su socialismo afirmando que:

“[…]el liberalismo será una causa perdida por mucho tiempo si no está dispuesto a ir más allá y socializa las fuerzas de producción, de manera que la libertad de los individuos venga respaldada por la propia estructura de la organización económica. El principal cometido de la organización económica en la vida humana es proporcionar una base segura para la expresión escalonada de las potencialidades del individuo y para la satisfacción de las necesidades humanas en direcciones no económicas”.

 

Y proponía la tiranía en nombre de lo que consideraba “libertad”. Porque esa libertad:

“[…]necesita una filosofía que reconozca el carácter objetivo de la libertad y su dependencia de una congruencia entre el medio ambiente y las necesidades humanas, concordancia que sólo puede lograrse por medio de una profunda reflexión y una aplicación incesante, ya que la libertad real depende de condiciones de trabajo social y científicamente estructuradas”.

El hecho es que “socializar las fuerzas de producción” para establecer “condiciones de trabajo social y científicamente estructuradas” es imposible sin una tiranía totalitaria. Y tampoco hay otra forma de implementarlo materialmente, ni resultará en otra cosa que un empobrecimiento abrumador. (Y para nada igualitario).  

El camino hacia el socialismo no necesariamente es la revolución violenta. Pueden conquistar el poder e imponerlo contra la opinión mayoritaria por la fuerza, o conquistar la opinión y lograrlo mediante el suicidio democrático (que luego carece de salida pacífica). Con esas ideas llevaron al creciente gasto gubernamental, justificado por aspirar al inviable Estado del Bienestar. Pero, ir más allá, requería ideas más sutiles y ambiguas. Y llegaron las de Rawls.

Menos socialista que Dewey, Rawls es un liberal moderado que creé en reconciliar la democracia política con los derechos individuales y la economía de mercado. Y sabe que no hay economía de mercado sin propiedad privada algo que Dewey pretendía “socializar”. Pero estableció en el pensamiento político americano a la socialdemocracia como ideal moral. 

Y lo que obtuvo fue la lectura que de su ideal de justicia redistributiva hizo el neomarxismo, en el único lugar de los Estados Unidos al que las ideas de Dewey y Rawls le abrían camino a aquella ultraizquierda incipiente: las grandes universidades. El resto es historia.

La justicia de Rawls lleva necesariamente al socialismo:

“El Principio de Diferencia representa […] considerar la distribución de talentos naturales […] un acervo común, y de participar en los beneficios de esta distribución […] Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad […] esto no es razón, por supuesto, para eliminar estas distinciones. […] lo que es posible es configurar la estructura básica de modo tal que estas contingencias funcionen a favor de los menos afortunados”.

Anteponiendo a ese principio de diferencia, una libertad que ya Dewey había pervertido, Rawls plantea un “problema” para el que su solución es insuficiente. Y el socialismo resulta ser la única solución aparentemente efectiva. Pero esa “solución” que se deduce lógicamente de aceptar las premisas de Rawls, es menos viable que la que él propone. Como comprendió Hayek, que inicialmente, vio con simpatía la teoría de la justicia de Rawls, el problema es que en:

“Un mundo rawlsoniano […] careceríamos de esas señales abstractas que permiten a los distintos actores descubrir las necesidades que siguen insatisfechas tras las innumerables alteraciones experimentadas por las circunstancias y que, además, permiten orientar el comportamiento hacia la optimización del flujo productivo”.

Las ideas de Dewey y Rawls implican que lo “justo” es el socialismo. Pero el socialismo es inviable y únicamente ocasiona pobreza. Únicamente se sostiene en tiranía y está condenado a imponer el totalitarismo como a su propio colapso final. Y esas, amigo conservador, fueron las claves intelectuales de la contrarrevolución progresista que abrieron camino a la cancelación. Esa cultura política, abiertamente socialista e indiscutiblemente totalitaria, que hoy amenaza el legado de la “Revolución Americana”.  

Guillermo Rodríguez is a professor of Political Economy in the extension area of the Faculty of Economic and Administrative Sciences at Universidad Monteávila, in Caracas. A researcher at the Juan de Mariana Center and author of several books // Guillermo es profesor de Economía Política en el área de extensión de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Monteávila, en Caracas, investigador en el Centro Juan de Mariana y autor de varios libros

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