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EFE/ Sáshenka Gutiérrez

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Mitad insulto y mitad descripción, la palabra “covidiotas” se ha convertido en uno de los principales legados de este extraño 2020. Normalmente se utiliza para referirse a aquellas personas que no toman en serio la pandemia de COVID-19 y que se niegan a asumir las medidas de precaución establecidas por las autoridades. Sin embargo, si lo pensamos también encontraremos otra clase de covidiotas: aquella que pretende convertir el justificable miedo en injustificable tiranía, y paralizar completamente a las sociedades, destruyendo la economía y dejando en la ruina, con hambre y eventualmente en la muerte a millones de personas.

La cordura se encuentra en algún espacio intermedio. Sí, la pandemia es resultado de una enfermedad real y con consecuencias graves, no solo para los cerca de 2 millones muertos a nivel mundial, sino también para muchos de los sobrevivientes. No es una “gripecita” como absurdamente la calificó Bolsonaro. Sin embargo, tampoco es una sentencia de muerte para todos los que la padecen, ni constituye el despertar de un apocalipsis zombie, como pretenden plantearlo quienes hablan de alterar para siempre el funcionamiento de la sociedad y reducir drásticamente las libertades individuales.

No somos invulnerables

En el fondo, la pandemia desata esas reacciones de subestimación y de histeria porque nos recuerda que los seres humanos no tenemos pleno control de las enfermedades y que, incluso con nuestros hospitales y tecnologías, seguimos siendo criaturas frágiles y no hemos dejado atrás el fantasma de las grandes pestes.

Todavía hace un siglo las epidemias eran una parte cotidiana de la realidad humana. La peste, el cólera, la influenza o algún padecimiento similar, marcaban cotidianamente la vida y la muerte de la población mundial. Es cierto que los avances de la medicina moderna nos han permitido alejarnos de esos peligros, pero no los han eliminado.

En pleno 2020, la COVID-19 nos recordó amargamente esa realidad, que nos exige reconocer nuestros sentimientos de vulnerabilidad y entender nuestras limitaciones. Algunos países pueden permitirse medidas más restrictivas para reducir el número de contagios. Otros, como México, no tienen margen para darse ese lujo.

Vamos otra vez al semáforo rojo, ¿servirá?

A inicios de la pandemia, los semáforos rojos y la “jornada nacional de sana distancia” provocaron un daño irreparable a cientos de miles de empresas y sin embargo apenas aplazaron unas semanas el avance de la enfermedad. Hoy, México es el cuarto país con más muertes por COVID-19 y el segundo que más muertos suma todos los días. Y mientras las cosas empeoran, la Ciudad y el Estado de México han anunciado un nuevo semáforo rojo, que destruirá aun más empleos y no necesariamente reducirá el avance de la pandemia, por varias razones:

  • La primera es que millones de familias mexicanas dependen del comercio minorista para vivir. Estos comerciantes independientes han hecho un enorme esfuerzo para cumplir con las medidas de prevención, incluyendo el reacondicionamiento de sus locales y el uso permanente de cubrebocas, termómetros y gel sanitizante. Después de todo lo que han pasado en el 2020, no pueden darse el lujo de simple y sencillamente dejar de trabajar y “quedarse en casa”. Si el gobierno los obliga a cerrar sus negocios, buscarán reubicarse en otra parte de la economía para mantener sus ingresos, seguirán saliendo a la calle y por lo tanto seguirán exponiéndose a contagios, quizá incluso más que antes.
  • La segunda es que las personas no confían en las autoridades. Hace unos días El Universal publicó una entrevista que captura de manera brillante (y preocupante) lo que está sucediendo, en palabras de un bolero:

“Estamos hasta la madre de los cubrebocas, de las recomendaciones, conozco a muchos que tienen calentura y tos, pero no van a las clínicas y menos al Seguro Social porque saben que ahí los van a matar”.

“Yo tengo una demanda contra el Seguro Social porque mi cuñado entró por una gripe y después sólo le dijeron a mi hermana que sería hospitalizado y de ahí se murió. Nosotros pensamos que el seguro lo mató”. 

Podemos hacer mofa de la “ignorancia” de esta persona, pero el hecho es que conversaciones similares suceden en millones lugares a lo largo del país, sin importar el nivel económico o social, porque a) las personas eventualmente prefieren el riesgo de morir a las precauciones que ponen en riesgo su forma de vida y b) mucha gente no cree que las autoridades estén actuando con el bien de los ciudadanos en mente.

El resultado es un confuso escenario de restricciones, paranoia, irresponsabilidad y necesidad de salir a la calle, mientras los hospitales se saturan, los negocios quiebran y las avenidas siguen repletas de personas que (aún con la pandemia) tienen que vivir, tienen que consumir y tienen que trabajar.

No seamos covidiotas

Al final del día, todos nos vamos a contagiar. El semáforo rojo quizá compre un poco más de tiempo para no saturar hospitales, pero lo hace a cambio de un costo humano igualmente monumental. Por lo tanto, tal vez la solución está en no ser covidiotas, ni en un extremo ni en el otro. Es decir: tomemos las precauciones razonables, pero sin quedarnos paralizados.

En cuanto a lo primero, el cubrebocas es el ejemplo más claro de una precaución razonable: no genera ningún daño a la propia salud y sí puede prevenir contagios, utilizarlo nos causa una pequeña molestia, a cambio del beneficio de una protección mucho más amplia. Si usted sale sin cubrebocas en una ciudad con altos niveles de contagio y hospitales saturados, usted es un covidiota irresponsable.

En cuanto a lo segundo, paralizar las ciudades es un privilegio que no todos comparten y el argumento de que “la salud está antes que la economía” es el tipo de sandez que solo le escucharemos a quien tiene segura la quincena en casa. Para los demás, cada día encerrados es un día sin el dinero que necesitan para comer, para vivir e (irónicamente) para pagar la hipoteca o la renta de la misma casa en la que los covidiotas paranoicos los quieren encerrar.

Acá no hay un camino garantizado. Con cualquier estrategia habrá muertos y personas cuya calidad de vida será gravemente afectada durante el resto de su vida. No hay “buenas” alternativas, pero sí hay una “menos mala”: aquella que permita disminuir la velocidad de los contagios lo máximo posible, mientras que reduce también la cantidad de personas que se quedan sin empleo, sin casa y sin comida. Y, para encontrarla, el primer paso es no ser covidiotas.

Gerardo Garibay Camarena, is a doctor of law, writer and political analyst with experience in the public and private sectors. His new book is "How to Play Chess Without Craps: A Guide to Reading Politics and Understanding Politicians" // Gerardo Garibay Camarena es doctor en derecho, escritor y analista político con experiencia en el sector público y privado. Su nuevo libro es “Cómo jugar al ajedrez Sin dados: Una guía para leer la política y entender a los políticos”

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