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De la explotación a la desigualdad como fundamento del colectivismo parasitario

Por Luis Guillermo Vélez Álvarez:

Las grandes revoluciones del siglo XX –la bolchevique y la china, principalmente- tuvieron como inspiración la teoría de la explotación desarrollada por Marx y sus discípulos. La falta de fundamento de esta teoría fue puesta en evidencia por la increíble capacidad productiva del capitalismo que (haciendo retroceder pobreza donde quiera que logra implantarse, así sea precariamente) hizo trizas la predicción según la cual su desarrollo conduciría inexorablemente a la proletarización de la mayoría de la población que terminaría sumida en la más espantosa miseria. El éxito del económico del capitalismo liberal y el fracaso estruendoso de la planificación socialista, han llevado a que los colectivistas del mundo entero erijan como fundamento de su accionar la lucha contra la desigualdad en lugar de la lucha contra la explotación.

En vista de ese mismo fracaso de la planificación socialista el objetivo no es ya el control de los medios de producción sino el control de los resultados de la producción. No se trata de acabar con el capitalismo sino de montar sobre sus espaldas un gigantesco aparato burocrático y asistencialista que, sin destruirlo plenamente, lo fagocita –como lo hacen los organismos microscópicos que se alimentan de nuestras células- de suerte que la clase política que lo controla pueda vivir a sus anchas y las masas asistidas puedan malvivir en servidumbre de las migajas que reciben agradecidas del estado providente que controla sus vidas. No importa que ese capitalismo funcione a media máquina siempre que provea lo necesario para mantener la maquinaria represiva del Estado y el lujo de sus controladores y garantizarles a las masas la atención de sus necesidades básicas, cuya naturaleza y amplitud define ese mismo Estado. Esto es lo que llamo colectivismo parasitario.

Este cambio está planteando en el mundo entero un tremendo desafío a los defensores de la libertad y las instituciones del capitalismo al menos por cinco razones:

1.   La desigualdad como rasgo inevitable a la condición humana y de la vida social. La desigualdad surge de las diferencias naturales de los seres humanos y las instituciones de capitalismo parecen ser las más adecuadas para que esta se manifieste de la manera menos conflictiva y a la vez más provechosa para el conjunto de la humanidad. La implantación del igualitarismo económico absoluto destruiría los incentivos en los que se apoya la eficiencia del capitalismo y aplastaría la búsqueda individual de la felicidad como cada cual la entiende. Mientras subsista, el capitalismo siempre enfrentará la acusación de producir desigualdad.

2.   La reducción de la importancia de los trabajadores independientes y la masificación del empleo asalariado en grandes corporaciones y entidades del gobierno desde mediados del siglo XIX y buen parte del XX. La gente empleada tiende a perder la conciencia del vínculo existente entre su remuneración y el valor que los productos de su trabajo tienen para los demás. La pérdida de conciencia de este vínculo (que es obvia para cualquier empresario, comerciante o trabajador independiente) los lleva a creer que esa remuneración es fijada de forma arbitraria y que puede ser aumentada por decisiones igualmente arbitrarias de las empresas o el gobierno. 

3.   El gran tamaño alcanzado por el estado de bienestar en el siglo XX. La fuerza productiva del capitalismo ha permitido la creación de un poderoso estado benefactor capaz de emplear millones de personas y de suplir con transferencias y subsidios las necesidades de muchas más. La gran aceptación social del burocratismo y el asistencialismo hace ver el proyecto igualitarista como mera extensión y profundización del estado benefactor, lo que lo hace aceptable para muchas personas que encuentran repudiable el socialismo.

4.   El fuerte atractivo y la amplia aceptación de la ideología de la “justicia social”. Las ideas de la escolástica medieval sobre el precio justo y la justicia distributiva persisten en la mente no solo de la gente común sino en la de gran parte de las personas influyentes, incluidos capitalistas, empresarios, religiosos, economistas, historiadores, periodistas, escritores y, por supuesto, los políticos. Es esta ideología medieval la que subyace en el discurso “políticamente correcto” de los organismos y entidades internacionales que periódicamente difunden estadísticas sobre la desigual distribución del ingreso y la concentración de la riqueza.  

5.   El crecimiento de una clase media intelectual y artística sin nexos con la producción de riqueza material. Este grupo debe mencionarse aparte porque sus miembros suelen poseer un atributo muy importante en la sociedad de masas: la elocuencia, acompañada del acceso privilegiado a los medios de comunicación que les brinda su notoriedad. Este grupo social comparte con los funcionarios públicos y los asalariados de grandes empresas la falta de conciencia de la relación entre los ingresos y el desempeño en el mercado. Tiene, adicionalmente, una alta estima de los méritos propios y encuentra injusto que la “sociedad” no los reconozca como creen que debería hacerlo. Como la mayoría de las personas confunde conocimiento con elocuencia, las opiniones anti-capitalistas de este grupo tienen amplio eco entre la gente.

No voy a profundizar aquí sobre cada uno de esos puntos. Sostendré que todos ellos tienen una matriz común cual es el mismo éxito productivo del capitalismo acompañado de la pavorosa incomprensión de su funcionamiento; incomprensión que prevalece incluso entre las élites ilustradas y los mismos economistas.

La defensa del capitalismo liberal debe hacerse desde cinco perspectivas: i) la comprensión científica de su fundamento, ii) su elevada moralidad, iii) su superioridad productiva frente a otras formas de producción social, en particular frente al socialismo, iv) la reivindicación de la función empresarial y v) su capacidad de reducir la pobreza y de igualar el consumo.

1.   La comprensión científica de su fundamento. El capitalismo o, como lo denominara Adam Smith, la “gran sociedad”, no es una organización de la producción creada de forma deliberada por la inteligencia humana con el propósito de lograr un resultado previamente anticipado. El capitalismo es un orden espontáneo surgido de la lenta evolución a lo largo de los siglos de las cinco instituciones, tampoco inventadas o creadas de forma deliberada, en las reposa su fortaleza y vitalidad, saber: la división del trabajo, el intercambio voluntario, la propiedad, el dinero y el cálculo económico, todas la cuales son el resultado de lo que Smith llamara la propensión humana a cambiar, a permutar, a negociar. La más reciente y completa descripción del capitalismo como un orden espontáneo evolutivo se encuentra en la obra de Hayek: derecho, legislación y libertad. La primera es, por supuesto, La riqueza de las naciones de Adam Smith. Ningún liberal puede prescindir de la lectura de estas obras.

2.   La elevada moralidad. El punto de partida es, por supuesto, el axioma de la autoposesión, del cual arranca toda la teoría y la ética de la libertad humana. Es en virtud de la propiedad sobre sí mismo y los frutos de su trabajo intelectual o material que el hombre puede hacer ciertas cosas y oponerse a la imposición de otras: en esto y nada más y ni nada menos consiste la libertad humana. El capitalismo es a la vez resultado y condición de la extraordinaria expansión de las fronteras de la libertad humana y de su ineludible correlato la responsabilidad de las consecuencias de las acciones libremente elegidas. El ejercicio responsable de la libertad contribuye al desarrollo de lo que Deirdre McCloskey llama “las virtudes burguesas” como la frugalidad, el ahorro, la prudencia, la esperanza, la fe, la responsabilidad, la solidaridad e, incluso, el amor. Hay que reivindicar la elevada moralidad del capitalismo y “recuperar el respeto virtuoso por lo que hoy todos somos: burgueses, capitalistas y comerciantes”. En el libro de Murray Rothbard, Ética de la libertad, y en el de Deirdre McCloskey, Las virtudes burguesas, encontrarán los liberales abundante y poderoso pertrecho para la defensa moral de capitalismo.

3.   La superioridad productiva. Es esta tan evidente que incluso los comunistas chinos decidieron adoptar, para superar la ominosa pobreza de su población, una modalidad de capitalismo autoritario, inspirada en las ideas de la fisiocracia francesa del siglo XVIII, que propugnaba por libertad económica y el despotismo político. El mundo está a la expectativa de cómo en China se resuelve lo que algunos teóricos, como Acemoglu y Robinson, ven como un conflicto entre instituciones económicas incluyentes con instituciones políticas excluyentes.  Por lo pronto el experimento chino está demostrando que, mientras haya crecimiento, puede haber libertad económica sin libertades políticas y civiles, lo que es dudoso es que las estas últimas puedan existir sin la primera. Lo que no admite ninguna duda es que el capitalismo nos ha hecho más ricos, más sanos, más longevos, más viajeros, más educados, más cultos y, también, más deportivos. La superioridad económica del capitalismo es tal que, salvo algunos políticos e intelectuales despistados de América Latina, son pocos los socialistas que abogan abiertamente por su abolición, la mayoría se inclinan por ahondar las políticas socialdemócratas buscando alcanzar esa especie de colectivismo parasitario descrito por Ayn Rand en su portentosa novela La rebelión de Atlas.

4.   El papel central de la función empresarial. La forma como se concibe al empresario incide decisivamente en la percepción que las personas tienen de la economía capitalista. Esa concepción determina la mayor o menor simpatía –o antipatía- que se experimenta frente a ese tipo de organización económica y la forma de propiedad a ella asociada.  Las ideas que la gente tiene del empresario y de su rol en el proceso económico están determinadas por el tratamiento analítico dado a esa figura en las dos grandes tradiciones del pensamiento económico: la clásica y la neoclásica. Estas tradiciones son las que más han permeado la conciencia colectiva y llevan a que la gente vea al empresario como explotador o como rentista. A ellas hay que oponerle la visión del empresario como creador de riqueza y como descubridor de nuevas oportunidades de consumo propia de la tradición austríaca. Hay que reivindicar la idea de Mises de que empresarios somos todos porque todos somos calculadores económicos, la visión de Israel Kirzner del empresario como descubridor de oportunidades de beneficio en los desajustes del sistema de precios y la visión de Schumpeter del empresario como innovador que lanza nuevos bienes de consumo o nuevas formas de producir los existentes. Esta tradición que comienza en Cantillon aporta una visión de empresario mucho más rica y completa, que, además de tener importantes implicaciones analíticas, lleva a una valoración moral de la economía capitalista más acertada y mucho más favorable que la derivada de las tradiciones clásica y neoclásica.

5.   El capitalismo como eliminador de la pobreza y la desigualdad.  Los liberales no pueden hacer caso omiso del fuerte calado de la ideología de la desigualdad del ingreso monetario en la conciencia de la mayoría de las personas.  No basta con argumentar que la desigualdad es inevitable y que lo que debe preocupar es la pobreza. Hay algo en la naturaleza humana que nos hace pensar no solo en nuestra situación económica en ella misma o relativa a la que teníamos en un momento del pasado o la de nuestros antepasados sino en esa situación relativa a la de los demás. Por eso necesario tener siempre en mente que objeto de la producción es el consumo y que en esa sencilla afirmación reposa la defensa liberal del sistema capitalista, cuya esencia es la ampliación y diversificación de las oportunidades de consumo poniéndolas al alcance de todo mundo mediante el abaratamiento de los precios en el proceso de competencia. Hay que hacerle entender a la gente que no importa lo que los ricos ganan sino lo que hacen con lo que ganan y que el destino de su ingreso no es otro que la ampliación de las capacidades de producción de la sociedad, que se traducen en más bienes y servicios para todo mundo. A los coeficientes de Gini que miden la concentración del ingreso, hay que oponerles los indicadores de reducción de la pobreza y los coeficientes Gini de consumo, los que verdaderamente importan. 

La defensa del capitalismo liberal es de naturaleza política. Aunque basado en premisas científicas y fundado en hechos demostrables, el discurso político del capitalismo liberal debe ser persuasivo e inspirador y debe dar respuesta a situaciones políticas contingentes, es decir, situaciones que son resultado de decisiones y de acciones humanas.

La primera y más importante de esas situaciones políticas es el prodigioso crecimiento del Estado burocrático y asistencialista, consentido y demandado por la mayoría de las personas. Hay que desprenderse de la idea un tanto ingenua de que el Estado es una creación puramente artificial y deliberada impuesta a la sociedad por un grupo social. El Estado es también un orden cuyo desarrollo histórico responde a circunstancias específicas de cada pueblo o nacionalidad. Pero, además, mientras no se encuentren soluciones no estatales a los problemas que plantea el ejercicio pacífico de la propiedad y los intercambios, el Estado es necesario para la preservación de los elementos fundamentales del orden espontáneo de mercado.

Y ahí radica la gran paradoja a la que debe hacer frente el discurso del capitalismo liberal: un Estado fuerte para hacer respetar los derechos de propiedad y las libertades que en ellos reposan, también puede ser fuerte para acabar los unos y las otras. Los pensadores clásicos en su momento creyeron que para ello bastaba la idea de un Estado mínimo basado en el equilibrio de los poderes. Por supuesto que esos conceptos siguen siendo fundamentales para orientar una visión liberal, pero ya no bastan y no bastan, justamente, por el gran éxito del capitalismo liberal cuya inmensa capacidad de crear riqueza permite mantener a contingentes crecientes de la población al margen del proceso productivo y beneficiándose de sus resultados.

El Estado está ahí y está para quedarse largo rato mientras no encontremos soluciones tecnológicas que lo hagan más superfluo en aspectos fundamentales como la creación monetaria y el cumplimiento de los contratos. La más importante fuente de afirmación de los valores y las prácticas del capitalismo liberal procede de la tecnología digital que cada vez amplía más las posibilidades del trabajo independiente y la realización de intercambios voluntarios a escala planetaria al margen del control fiscal y la regulación de los gobiernos. Las plataformas de negocios y servicios, monedas virtuales y, en general, la tecnología blockchain me parecen promisorias, pero no se puede dudar que serán el escenario de batalla entre el estatismo y la libertad.

Está el problema de la población dependiente de los empleos y las transferencias gubernamentales. Como principio general hay que oponer al redistribucionismo y su objetivo de igualar los ingresos monetarios, el principio de la solidaridad como fundamento de la cohesión social y el objetivo de derrotar la pobreza y ayudar al necesitado. Hay que mostrar que el Estado asistencialista acaba con la igualdad ante la ley sin producir en realidad ninguna igualación en el consumo, la cual es obra fundamental de la expansión vigorosa de la producción que permite el capitalismo liberal.

Hay que empoderar a los empresarios (y empresarios somos todos) en su papel de creadores de riqueza que no es otra cosa la ampliación y diversificación de las oportunidades de consumo. Hay que instarlos a la búsqueda de normas de conducta general en lugar de regulaciones específicas en beneficio de sectores particulares. Hay que hacerlos recuperar la conciencia de su poder frente a la clase política parasitaria cuyo entramado burocrático y asistencialista colapsaría si solo dejaran de sostenerlo como imaginara Ayn Rand en La rebelión de Atlas.


Luis Guillermo Vélez Álvarez es economista, docente y consultor.

1 comentario en «De la explotación a la desigualdad como fundamento del colectivismo parasitario»

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