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Dios te salve, Reina

Reina, El American

En algún artículo anterior he mencionado la práctica que tenía con mis alumnos de las clases de historia universal. Antes de entrar propiamente en materia les enviaba varias lecturas, entre las cuales figuraba el prólogo de Winston Churchill a la Historia de Inglaterra y de los pueblos de habla inglesa. Churchill no era un escritor destacado, no se trataba de un orfebre del lenguaje. Por ello nunca me he explicado que obtuviera el Premio Nobel de Literatura, pero ya se ve que la Academia se ha hecho muchas veces la sueca. Si hasta premiaron a Bob Dylan. Sin embargo, los libros de Churchill resultan admirables por la tenacidad del hombre que los produjo, del político culto y de visión universal, consciente del peso de la historia que estuvo detrás de su escritura y que los llevó a cabo como quien ultima una empresa colosal para que nadie dudara de que fue un testigo elevado de su momento y de la civilización que encarnaba y defendía. Ese prólogo, simple, carente de giros metafóricos o frases que produzcan emoción o estupor, encierra, sin embargo, el aliento y el tesón, el empuje de un pueblo que durante más de mil años no se ha cruzado de brazos y ocupa, con sus grandezas y miserias, un lugar más que privilegiado en la historia universal. Eso era lo que buscaba que mis alumnos reconocieran: un documento de identidad que traduce un modo de ser y conforma una personalidad de nación frente a la que nadie puede ser indiferente. Al contrario, se trata de exhibir una unidad cultural que hace a los ingleses ser de la manera que son, con su sello inevitable de coincidencias más allá de las particularidades políticas. Porque una de sus características es que no se niegan entre sí; al contrario: se reconocen entre sí, y el legado de su civilización se expresa en la defensa de la libertad, bajo cuya bandera ondea el liberalismo, y la aceptación de que la evolución ha sido la mejor consejera a la hora de revisar sus altos y bajos en los manuales de la historia.

Que haya sido una isla favorece la concordancia, que hayan sido un pueblo de navegantes los ha llevado a innovar. Pero lo más extraordinario para ese flujo de libertad y evolución han sido sus instituciones políticas, su monarquía, y su sistema de aseguramiento de las tres grandes libertades: la religiosa, económica y política. Isabel II festeja su jubileo de platino. 70 años al frente de sus obligaciones la hacen la monarca inglesa de mayor tiempo. El récord en el mundo occidental lo ostenta el rey Sol, Luis XIV, con 72 años. Ha sido una celebración compartida por quienes admiramos la tradición, el peso de las organizaciones, la continuidad de querer conservar lo que se tiene (si una institución demuestra su valía, ¿por qué el empeño en cambiarla?), la consciencia de que cualquier revolución política es una estafa, la perseverancia de su ser nacional, amar a su lengua como una virtud, y el mayor de los logros, por encima de iguales y diferentes, que es el sometimiento a la ley. No quiere decir esto que la historia inglesa no esté a salvo de la sangre derramada. La ha habido, en forma incidental, en esos picos de la historia, cuando el verdugo ha cercenado la cabeza de un rey como le sucedió a Carlos I Tudor, permitiendo que los Ironsides de Oliver Cromwell instalaran su república fanática durante cuarenta años. O las cabezas que rodaron de Tomás Moro, las esposas de Enrique VIII, o los traidores de Isabel I, como el conde de Essex, en algún momento su favorito. De hecho, es recurrente la idea entre las familias aristocráticas que aquel que no ufane algún familiar que no haya pasado por el cadalso, no se considera un verdadero caballero. “Nadie duerme en el trayecto que conduce de la cárcel al patíbulo”, escribió el excelso poeta John Donne. Lo que significa que la permanente vigilia ha sido un atributo de sus mentes esclarecidas y sus representantes, aunque se hayan dejado el cráneo arrancado por el hacha. La noción misma de aristócrata, tan vilipendiada en estas agitaciones igualitarias, es la de una persona distinguida para el servicio hacia los demás. Si hay nobles en esa nación, se originan en la devoción hacia lo público. 

Quizá uno de los momentos constitucionales más extraordinarios de Inglaterra es el Bill of Rights de 1689, cien años antes de la masacre inútil de la Revolución Francesa, por el que el monarca se somete a la autoridad del parlamento, teniendo en cuenta que ese evento, restitutivo de las normas olvidadas de la Carta Magna en el siglo XIII, consagra las garantías que condujeron hacia la era de la democracia. Cuando una nación conoce y comparte su destino nacional, es que puede jugar las cartas de lo mundial. La tolerancia religiosa que impulsó Isabel I, no obstante ser la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, fue el primer peldaño en la construcción de reconocimientos duraderos en ese país. La Revolución Industrial se dio en su territorio, al igual que la invención de la locomotora, la máquina de vapor, la Spinning Jenny. Adam Smith publicó La riqueza de las naciones, no porque estuviese inventando la economía de mercado, sino porque atestiguaba el fenómeno económico que ocurría a su alrededor. De allí el país salió a surcar los océanos y se hizo la regidora del mundo exportando su cultura económica, política y de tolerancia. Ese jubileo festejado en la ciudad de Londres representa toda esa historia de glorias y de tropiezos, pero siempre con un destino establecido: la mayor felicidad para sus habitantes, el mejor sistema político, el respeto al derecho ajeno, y la gloria de una nación que quiso defender los valores de la cultura occidental. Véase desde donde se mire, Inglaterra ha escrito una épica y los vítores a los setenta años del reinado de Isabel II son también los de un pueblo que se aplaude a sí mismo. 

Hace unos días la casa de subastas Sotheby’s organizó un entretenido, culto y curioso debate entre historiadoras con la presencia de actrices recitadoras, resaltando el relevante papel de las reinas inglesas a lo largo de los siglos. En el listado de monarcas aparece una serie de reyes muy sosos y aburridos. Si bien han representado la institucionalidad y su continuidad, casi que todos podrían agruparse en un listado. En cambio, si de reinas se trata, además de la actual, que no era objeto de la discusión, sino de la celebración, el tema se centró entre Isabel I y Victoria, soberanas muy diferentes y con atributos constitucionales distintos. Isabel I podría considerarse como una absolutista, pero con tal sentido del deber y el rol que encarnaba que siempre se cuidó de defender el peso “de la palabra de un rey” mucho más importante y con consecuencias inmediatas que la de un hombre común en relación con el bienestar de sus súbditos. Isabel I casi termina ejecutada por felonía en tiempos de su hermana, María I, y durante años estuvo debatiendo la conveniencia o no de ajusticiar a su prima María Estuardo por alta traición. Bajo su reinado surgió la gran nación que alteraría el centro de gravitación política europea, particularmente después de la derrota de la Armada Invencible de Felipe II (“con la música de las olas y el viento”, como escribió G. B. Shaw). Don Felipe, el Austria, era su cuñado, y a la muerte de María, le ofreció matrimonio, pero fue rechazado. Isabel era poeta y hablaba seis idiomas con soltura. Pocos saben que tradujo la Consolación de Filosofía de Boecio. Victoria no era tan políglota como la Tudor, apenas hablaba cuatro. Durante su reinado, en el cual la acompañaron primeros ministros de la talla de William Gladstone o Benjamin Disraeli (el conservador creador de las primeras leyes sociales en el reino), su país se hizo de vastos dominios en el mundo y se convirtió en el centro del universo, fue coronada emperatriz de la India, y tuvo la habilidad suficiente de casar a sus hijos y nietos con los miembros de las monarquías europeas. La actual monarca, Isabel II, de quien no se discutió en el foro de los subastadores, ha visto cómo su país ha cambiado de rostro, poniendo fin a la colonización y dando lugar a un vasto sistema de alianzas que representa la actual Commonwealth. A pesar del cambio de paradigma, su jefatura de Estado ha cimentado el poder de la institución y de la monarquía para lograr que la democracia pueda sobreponerse a cualquier turbulencia política. El peso y la solidez de la institución la salva de cualquier naufragio. La monarquía constitucional inglesa, huelga decirse, les sirve únicamente a los ingleses, y quienes disparan dardos sobre su sistema político desconocen el exclusivismo de su evolución histórica. Los pueblos obtienen el éxito en los sistemas políticos para los que han consensuado. Edmund Burke sostenía que todo sistema político se origina en alguna forma de elección. Y si es a lo largo de más de mil años de historia, no hay caso para oposición alguna.

No es lo mismo entender la monarquía constitucional británica y la importancia del monarca a través de la lectura de Hola, las adocenadas series que mienten y manipulan, o las revistas sensacionalistas para la galería, que hacerlo con la ruta de la historia. En la familia real inglesa han abundado los calaveras, holgazanes e inútiles. Uno de los peores fue Eduardo VIII, el celebérrimo duque de Windsor, un débil mental, entregado a la frivolidad, que no supo honrarse como hombre de Estado y que fue un traidor a su propio país. Escribió unas memorias ilegibles, probablemente con la ayuda de un tercero, en las que demuestra sin rubor su estupidez. Pero los triviales como él exaltan su lacrimosa historieta rosa de amor y celebran que haya puesto a un lado sus deberes. Lo sustituyó un hombre que luchó heroicamente contra sus propios miedos y dificultades, Jorge VI, y que iluminó como un faro a su nación cuando el totalitarismo acechaba sobre el mundo libre. Peleles abundan como el propio hijo de la actual reina, Andrés, con un desempeño irresponsable y vulgar, o el tal Harry, un monigote de segunda casado con una mascachicle que ha salido a vender a su familia por los 30 talentos del espectáculo de Oprah Winfrey. Al lado de esos personajes prescindibles y de reparto, está la reina Isabel II, con su ejemplo de trabajo, entrega y responsabilidad durante más de siete décadas, a quien toca aplaudir de pie y con una emoción desatada.  

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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