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El gran desafío de esta época

Occidente

Por Víctor Maldonado C:

Fue Max Weber el que mejor concibió lo que era Occidente.  Lo hizo al plantearse una de sus investigaciones más famosas. En la introducción a su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo no se perdió en prolegómenos retóricos para formularse una pregunta originante y trascendental: ¿qué serie de circunstancias determinaron que solo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez? En otras palabras, ¿por qué Occidente se impuso al resto de las opciones civilizacionales y marcó la pauta de lo que hoy conocemos como un mundo globalizado? 

El sociólogo y filósofo dio a esa pregunta una respuesta tajante: solo en Occidente ciencia y racionalidad son universalmente aplicadas a cualquier campo del conocimiento. “También el Occidente es el único que ha conocido el estado como organización política, con una constitución racionalmente establecida, con un derecho racionalmente estatuido y una administración por funcionarios especializados, guiada por reglas racionales positivas: las leyes”. Y solamente en Occidente ha ocurrido el capitalismo como “la organización racional-capitalista del trabajo formalmente libre”. 

Y esto ocurrió porque acumuló sus ganancias a lo largo de muchos siglos. La síntesis judeo-greco-romana-germánica puso a disposición del hombre occidental un conjunto de instituciones disponibles, todas ellas apuntalando una conducta social capaz de proponerse una relación fructuosa entre medios y fines. El mercado como el espacio simbólico donde se encuentra la oferta y la demanda; el comercio con sus requisitos de cumplimientos de contratos; la propiedad privada como el garante de los espacios concretos para la realización de la libertad; el derecho a la vida con dignidad; y las garantías necesarias para ejercer con plenitud la ciudadanía; la institución de la tolerancia como plataforma de convivencia entre los que son diversos; el monopolio de la violencia; exigida legítima y limitada a ser garante del individuo y no su depredador; la experiencia de las guerras que permitieron pensar en la paz; y la pretensión de que no hay racionalidad sin condiciones de marco jurídicas, reconocidas por todos, acatadas por todos, y con condiciones precisas para irlas adaptando al signo de los nuevos tiempos. Solamente Occidente ha progresado y es capaz de mantener abierta una reflexión no dogmática sobre el hombre y sus alcances. 

Venimos de menos a más. Nuestro pasado reciente fue de escasez, miseria, hambre e inmovilidad social. El capitalismo, o si se quiere, el sistema de mercado dinamizó las sociedades, amplió las categorías sobre las que se fundamenta el orden social, puso coto a la pretensión de dominio absoluto que siempre intenta el poder político, y se hizo acompañar de tradiciones y creencias que son parte esencial del ser occidental. Solo en Occidente se ha planteado con éxito y constancia la reflexión sobre Dios, la teología sistemática, producto del cruce del cristianismo con la filosofía helénica. Occidente es acumulación de conocimiento que se transforman en instituciones capaces de mejorar constante y sistemáticamente gracias al esfuerzo denodado de la racionalidad. Max Weber lo llamaba el continuo proceso de desencantamiento del mundo. 

Pero Occidente también lleva en su vientre los peligros más desafiantes. En el prefacio que von Mises hace de su obra magistral El socialismo denuncia tres medios de los que se sirvió Karl Marx para encumbrar al socialismo y devastar las instituciones de Occidente. El primer recurso fue negar la lógica racional. Nada más y nada menos que sustituir el sentido de realidad (válido para todos los hombres y todas las épocas) y denunciarlo con una acusación demoníaca: “No existe la lógica planteada en términos universales. El pensamiento es función de la clase social en que vive el pensador, es una superestructura ideológica de sus intereses de clase”. No hay realidad, solo pensamiento burgués representativo de esa clase dominante.  

El segundo recurso es afirmar dogmáticamente, cual si fuera conocimiento científico que “el proceso dialéctico de lucha de clases conduce fatalmente al socialismo”. Para Marx era fatal que el objeto y fin de la historia era “la socialización de los medios de producción mediante la expropiación de los expropiadores”, y así negar de plano el derecho a la propiedad, y con eso la factibilidad de la libertad. 

El tercer recurso es negar la necesidad de la ciencia. Como el socialismo es ineluctable, Occidente debe renunciar al esfuerzo continuo y sistemático para buscar las vías del progreso. Occidente llevaba consigo la principal amenaza en la negación elaborada de la racionalidad, tal y como había sido concebida a lo largo de milenios de reflexión. El peligro para Occidente estaba en ese intento de negar sus supuestos y violentar sus frágiles equilibrios institucionales.

El socialismo desprecia el trabajo productivo porque promete la redención instantánea de todos los desfavorecidos. Desprecia el derecho de propiedad porque lo asume como un robo originario y desecha las capacidades de creación de nueva riqueza a partir del ingenio del ser humano. Nada es de nadie porque todo es de todos, resuena como un trueno esplendoroso en aquellos que pueden aprovecharse del saqueo ideológicamente fundamentado. Desprecia el sistema de mercado porque odia la capacidad de síntesis del empresario y las decisiones descentralizadas que en su conjunto lucen racionales, y permiten al ciudadano en su rol de consumidor, el ejercicio de una soberanía intachable. Desprecian la ley porque la pretenden el arma innoble de la clase dominante. Desprecian la libertad porque todo hombre tiene el deber moral de trabajar coordinadamente para su liberación. Desprecian las tradiciones, la religión y las liturgias porque “son el opio de los pueblos”. Desprecian cualquier límite porque ellos vienen a resolverlo todo, habida cuenta que la única verdad es la que ellos proclaman: la inevitabilidad del socialismo. 

Ludwig von Mises llega a decir que “el éxito incomparable del marxismo se debe al hecho de que promete realizar los sueños y deseos de la humanidad y saciar sus resentimientos innatos”. Todo lo que significa esfuerzo individual, racional, continuo y sistemático es enemigo del socialismo y de los que tienen mentalidad socialista. 

Pero, ¿quién controla al que dice tenerlo todo controlado? Esa pregunta queda siempre sin respuesta. Los adalides del socialismo se invisten del poder y lo exigen en términos absolutos. Ellos vienen a hacer la revolución. Ellos son milenaristas. Ellos son el fin de la historia en proceso. 

En la actualidad los socialistas exhiben la pobreza como demostración de su verdad. Pero no dicen que, en Occidente, gracias al capitalismo, esa pobreza se ha reducido, y que en la misma medida han incrementado superlativamente el ascenso y la movilidad social, gracias a la división del trabajo, y al mérito como único criterio aceptable a la hora de decidir el éxito. Los socialistas odian la riqueza productiva y envidian la propiedad privada. Pero están especialmente interesados en derribar el Estado de derecho, forzando la barra, y haciendo de cualquier demanda o exigencia (recordemos que la ciencia no existe, solo el marxismo es científico) un nuevo derecho positivo, a pesar de que sus supuestos sean rocambolescos. 

El socialismo es agitación, y toda agitación de masas es irracional, no solamente en sus causas, sino también en sus exigencias y consecuencias. Ellos son los perpetradores de la metástasis social de las expectativas desbordadas, del todo vale y todo es posible, y de la negación de la historia para sustituirla por un fabulario de resentimientos, que convocan al presente para forzar a los incautos a la genuflexión buscando resarcir lo que supuestamente ocurrió, y que de muchas maneras fue superado. La agenda globalista, parida en las entrañas de la diabólica mentalidad socialista, encumbrada por resentidos con poder, y estimulada por un sicariato que se la tiene jurada a la tradición occidental, para desmembrarla y dar paso al mundo supersticioso de la ideología impuesta como dogma, que permite la servidumbre de los pueblos y el encumbramiento de una nueva clase de políticos, voraces de poder y muy indispuestos a respetar las reglas del juego democrático. 

Vivimos una época de convulsiones con la agitación digital de las masas; la permisividad con la que se destruyen iglesias y monumentos; la inversión de valores; el uso de la fuerza para imponer convicciones insensatas; un discurso incendiario que promete una sociedad sin límites ni valores y una agenda que solamente destruye pero que no ofrece un cielo nuevo sino una época de ajusticiamientos históricos que solamente conducen al saqueo y a la ruina social. Detrás está la agenda de siempre: la del socialismo resentido que odia y que quiere desplazar lo que hay para imponer su vana comunidad totalitaria. Los casos como Venezuela, Cuba y Nicaragua dicen cuáles son los resultados. No hay socialismo que produzca algo diferente. 

La pregunta es ¿cómo hacemos para cauterizar el resentimiento social explotado por los agitadores irreductibles del socialismo? ¿Dónde comienza la colonización? Von Mises plantea el debate de las ideas. Propone la corrección de los mitos asociados a los efectos taumatúrgicos del poder. Insiste en que la educación debe ser para la libertad y no para la servidumbre. Esto exige una dirigencia política que renuncie al socialismo como ideología y a las herramientas socialistas del poder, plenas de intervenciones y tutelas estatales. Los gobiernos nunca serán mejores que los mercados, pero esa certeza tiene que combatir constantemente contra el mesianismo, la personalización del poder, y la tendencia natural del ser humano a confiar en las vanas promesas cuando ellas ofrecen la tierra prometida. 

Occidente ha llegado a ser lo que todavía es hoy porque no cede en el esfuerzo de buscar soluciones racionales a los problemas. Pero su estabilización futura tiene como premisa el poder seguir avanzando sin renunciar por la fuerza a su sistema de creencias, al valor que le otorga a la vida, a su fundamento en la familia como institución básica, al aprecio por el trabajo y el mérito, al esfuerzo que se hace para separar espacios, tiempos y contextos que son propios de la vida pública y la vida privada, a su enfoque centrado en el individuo como sujeto de derechos, a la tolerancia como piedra angular de la política, y al esfuerzo por educar sistemáticamente  a sus ciudadanos con el fin de hacerlos sujetos políticos responsables. Solo occidente se ha propuesto instituciones que se han propuesto ser muros de contención a la corrupción del poder absoluto. 

Todos somos autores de la polis, todos nos beneficiamos de la paz y el orden. Todos debemos contribuir a sus dinámicas y a su estabilidad. El orden social es tanto premisa como resultado. Por eso hay que desconfiar de las oleadas caóticas de impugnación de lo establecido, debemos resistirnos al resentimiento como parte constituyente del revisionismo histórico y mantener todas las defensas alertas frente a las incursiones del demagogo que siempre acecha para primar sobre las ruinas de todo lo construido por muchas generaciones. 

Salvar a Occidente de esta época convulsa requiere que el compromiso político esté centrado en reactivar y mantener un proyecto educativo centrado en el hombre libre y digno como gran proyecto del mundo. Para combatir la agenda globalista que se ceba en la ignorancia especificada que asola a los mejores. Necesitamos especialistas que no repudien a la filosofía. Necesitamos profesionales con conocimientos históricos no manoseados por la ideología. Necesitamos hombres y mujeres que pongan de relieve el valor de la vida y el sentido de trascendencia que siempre le hemos dado a la vida por nuestras convicciones espirituales. 

Debemos replantearnos la esperanza para conjugarla mejor con ese sentido racional que siempre ha tenido nuestra civilización. La esperanza en nuestra propia capacidad de afrontar los problemas y resolverlos usando la ciencia y la razón. Pero sin caer en la tentación de transformar la razón en ese monstruo lleno de vanidad y prepotencia que cree que puede hacerlo todo, transformarlo todo, incluso ir contra las leyes del sentido común porque la invocación al fatuo voluntarismo así lo dispone. La esperanza es otra cosa. Es fortaleza, transitar por la adversidad sin ser vencidos, y tener propósito. No es pretender otro hombre, es ir resolviendo uno tras otro los problemas, transformando las soluciones en parte del acervo civilizacional que se renueva y complementa con cada uno de los aportes. Esperanza es construcción de caminos. Nunca es destrucción ni devastación.

Por eso el gran desafío es privilegiar la libertad sin adjetivos. Privilegiar el concepto original de libertad por encima de eso que la agenda globalista llama las nuevas libertades, que no son otra cosa que la contradicción contumaz y temeraria del sentido común, que no nos lleva a ningún otro lado que al abismo del resentimiento y del odio contra nuestra propia esencia. La agenda globalista es la violencia, derrumbe y fuego que quema pero que no purifica. La libertad a secas, fundada en la dignidad, el respeto, la sobriedad, la tolerancia y el rechazo tajante a los intolerantes, las rutas de la paz antes que las de la guerra, el respeto por la propiedad y el aprecio por la vida, deben ser las consignas del fortalecimiento de un orden social en donde todos quepamos sin temer a esa violencia arbitraria en la que el hombre se transforma en el lobo del hombre, haciendo de la experiencia de la vida en una condición que se pierde entre la pobreza, la soledad y la vileza. 


Victor Maldonado C. es analista político, profesor universitario y conferencista. Articulista de opinión política y gerencial.

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