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En defensa del pasado

En defensa del pasado. Imagen: EFE/MIRIAM BARCHILÓN

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¿Hay que salir en defensa del pasado? Sí.

¿Por qué? Porque el derribo de las estatuas de generales y exploradores, que incluso ha alcanzado a personajes tan fundamentales como George Washington; la curiosa teoría tiktokera de que Roma no existió; el iniciar eventos o reuniones obligando a los que asisten a admitir que se encuentran en “tierra robadas” a los indígenas; el “lenguaje inclusivo” y la deconstrucción en general, no son casualidad; forman parte de algo más dramático que una agenda política. Son territorios de combate. Sí, hay una guerra. Específicamente, una guerra contra el pasado.

Más allá de los matices e historias detrás de cada uno de estos fenómenos, todos comparten una idea subyacente: la de desacralizar el pasado, volverlo irrelevante, presentarlo como un legado de maldad e, incluso, negarlo como mera leyenda; y, por lo tanto, negar de plano la autoridad de dicho pasado para influir en la forma de nuestro presente y en el diseño de las estructuras de valores por medio de las cuales construimos el futuro.

El pasado es una protección necesaria

Parafraseando a Edmund Burke, la sociedad es una asociación en la ciencia y el arte, “en toda virtud y en toda perfección” cuyos objetivos solo son posibles en la suma de muchas generaciones, y que se convierte en una asociación entre quienes viven, quienes ya fallecieron y quienes todavía están por nacer.

El pasado, es, por lo tanto, un elemento que resguarda a las sociedades y les permite resistir los vendavales de las historia. Una civilización que rechaza abiertamente su pasado y se desvincula de este, queda profundamente vulnerable; sus valores, sus prioridades y su identidad misma se convierten en rehenes de la moda de turno, sin importar lo nefasta y destructiva que ésta sea. Al reinventarse hasta el absurdo terminan desdibujándose, sometidas a aquella infancia perpetua que proclamaba George Santayana para los pueblos que no aprendían de su pasado.

En pocas palabras, la deconstrucción de la historia significa demoler un edificio que ha perdurado y ha sido útil durante siglos, para reemplazarlo con la ideología del mes, sin ninguna garantía de que la nueva construcción sea más justa, más útil, ni más sólida que su predecesora.

El necesario equilibrio

Ahora bien, el sacralizar excesivamente el pasado tampoco es buena idea: calcifica las instituciones, dificulta la innovación, reduce la movilidad social y, en términos generales, tiraniza a los habitantes, porque asume el derecho hasta de matar, con tal de preservar el viejo orden, como sucede en Irán, donde la policía mata mujeres para castigarlas por no cumplir con códigos de vestimenta de hace más de mil años.

¿Entonces?

El camino correcto se encuentra en algún punto intermedio entre esos extremos. No podemos convertir el pasado en un dogma inalterable, pero tampoco es prudente dinamitarlo por completo para cumplir un capricho tecnocrático o un delirio utópico que promete construir el paraíso por decreto.

Y, mientras tanto, defender el pasado de América y el de occidente en general es necesario para recobrar el equilibrio, contrarrestando el ímpetu de la demolición que ha tomado el control de la izquierda política. Hoy, salir en defensa del pasado significa proteger los vínculos de ese pacto intergeneracional que hace viable nuestra civilización, conscientes de que no se trata de preservarlo todo, simplemente porque es viejo, pero sí de contener un celo destructivo que pretende arrasar con todo a su alrededor.

Se trata, en síntesis, de entender que ni el mundo ni la historia se dividen entre santos angelicales y demonios indefendibles; Washington, Colón, Jefferson, Julio César, o Carlomagno no fueron perfectos, pero eso no anula lo que lograron. Sí, la historia fue territorio de maldad, pero también lo es el presente, porque esta es parte de la naturaleza humana.

Al final del día, la gente es gente, con todo lo que ello implica. Por ende, condenar de plano el pasado para presumir nuestra “iluminación” woke no nos vuelve buenos, simplemente nos vuelve ciegos a nosotros mismos.

Gerardo Garibay Camarena, is a doctor of law, writer and political analyst with experience in the public and private sectors. His new book is "How to Play Chess Without Craps: A Guide to Reading Politics and Understanding Politicians" // Gerardo Garibay Camarena es doctor en derecho, escritor y analista político con experiencia en el sector público y privado. Su nuevo libro es “Cómo jugar al ajedrez Sin dados: Una guía para leer la política y entender a los políticos”

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