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Ensayos farmacéuticos: Cuando la obsesión de la izquierda por la raza es mortal

Pharmaceutical Trials: When Left’s Obsession With Race Kills, EFE

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Por GianCarlo Canaparo*

Una de las últimas cosas que hizo el entonces director de los Institutos Nacionales de la Salud, Francis Collins, antes de jubilarse fue presionar a Moderna para que retrasara el lanzamiento de su vacuna COVID-19 porque quería más minorías en sus ensayos clínicos.

El director general de Moderna, Stéphane Bancel, se mostró encantado de complacerle, afirmando que la diversidad “nos importa más que la velocidad”.

Esa decisión no se basó en la ciencia y probablemente costó vidas. Un nuevo estudio del catedrático de derecho Michael Conklin y un nuevo libro de otro catedrático, David Bernstein, explican por qué.

Las etiquetas raciales que todos conocemos —negro, blanco, asiático, hispano, etc.— no son científicas.  Al contrario, Bernstein atribuye su origen a “una combinación de antropología y sociología aficionadas, grupos de presión, incompetencia, inercia, falta de supervisión pública y casualidad”. No tienen ninguna base biológica, no nos dicen nada sobre genética y, por tanto, son inútiles para la investigación médica. 

Por eso, cuando el gobierno federal normalizó nuestras etiquetas raciales en 1977, dijo que “no deben interpretarse como de naturaleza científica o antropológica”. Desde entonces, decenas de académicos e investigadores han advertido que nuestras etiquetas arbitrarias no deben utilizarse nunca en la investigación médica.

Pero los burócratas de la Administración de Alimentos y Medicamentos y de los Institutos Nacionales de Salud, así como la dirección de al menos una de nuestras principales empresas farmacéuticas, los ignoraron. 

Conklin explica que “no existe ningún estatuto o reglamento que obligue explícitamente a que los ensayos farmacéuticos alcancen alguna cuota racial entre los participantes en sus estudios”, pero la FDA exige a las empresas que recopilen esos datos y “recomienda” que los presenten cuando soliciten la aprobación de nuevos medicamentos.

La FDA afirma que “asegurar que personas de diversos orígenes participen en ensayos clínicos es clave para avanzar en la equidad sanitaria”. Pero, como le dirá cualquier médico o investigador médico que no esté cegado por la ideología, no lo es.

La ideología, sin embargo, prevalece sobre la ciencia para muchos en la izquierda.

Tomemos como ejemplo a Farrah Mateen, profesora de la Facultad de Medicina de Harvard. En un artículo de 2021, pedía cuotas raciales en los ensayos médicos para promover la “equidad sanitaria”, aun admitiendo que “la raza es un constructo social, un marcador mal definido de la diversidad genética y un sustituto impreciso de la relación entre genética y ascendencia”.  

En realidad, nuestras arbitrarias etiquetas raciales son totalmente inútiles para la ciencia de la medicina, que necesita comprender cómo reaccionarán los fármacos a los rasgos biológicos y genéticos. 

Para dar un ejemplo de lo inútiles que son las etiquetas raciales para la investigación médica, consideremos la categoría “negro”. Según la legislación americana, “negro” es cualquier persona descendiente de una de las tribus negras de África. Los obsesionados por la raza, como Collins, Bancel o Mateen, podrían pensar que esta categoría se corresponde al menos en cierta medida con los rasgos biológicos y genéticos. Después de todo, podrían decir, todas estas personas tienen su origen en un continente y comparten un color de piel.

Pero lo cierto es que hay más diversidad genética entre los africanos que entre otros grupos humanos organizados geográficamente. De hecho, hay más diversidad entre africanos que entre africanos y euroasiáticos.  

La diversidad genética es mucho más que el color de la piel. Aunque a los obsesionados por la raza no les importe.

Si nuestros expertos médicos, burócratas y fabricantes de medicamentos estuvieran interesados en la ciencia, no utilizarían nuestras arbitrarias etiquetas raciales en la investigación médica. Y si les importara salvar vidas, no habrían retrasado el lanzamiento de una vacuna contra el COVID-19 para poder aumentar la diversidad cromática de los ensayos clínicos.  

Pero no les interesaba la ciencia ni salvar vidas. Al menos, no les importaban tanto esas cosas como demostrar su adhesión a la ideología.

Probablemente murieron personas por la decisión de Moderna de retrasar su vacuna. Nunca sabremos cuántas. Pero incluso si lo supiéramos, no cambiaría el comportamiento de estas personas. La realidad no tiene cabida en las mentes de los obsesionados por la raza.

Otros argumentos contra el uso de nuestras etiquetas raciales en medicina probablemente tampoco les disuadirían, pero hay muchos más. Conklin explica, por ejemplo, que utilizar el color de la piel como sustituto de la diferencia genética real refuerza estereotipos falsos y perjudiciales, como que la “negritud” se asocia con “la presencia de defectos médicos”.

También puede reforzar la falsa creencia entre los grupos de odio de que las personas con un color de piel son racialmente inferiores a las de otro.

También son buenos argumentos, pero caerán en saco roto.

La clave, pues, para impedir que gente como Collins y Bancel maten a nadie más con sus disparates acientíficos es negarles el poder de hacerlo.

El Congreso, los tribunales y los gobiernos estatales deben negar a esta gente el poder de dividirnos en función de la raza. Y el Congreso, especialmente, debe dejar de dar su poder a burócratas que están encantados de sacrificar su credibilidad —y las vidas de americanos— en el altar de su ideología.


*GianCarlo es investigador jurídico senior en el Centro Edwin Meese III de Estudios Legales y Judiciales de The Heritage Foundation.

Este artículo forma parte de un acuerdo entre El American y The Heritage Foundation.

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