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Los escombros de la Bastilla

Bastilla, El American

Hace poco, Ignacio Alvarado que adelanta su extraordinario “Museo del libro venezolano” realizó una venta de ejemplares en beneficio de su proyecto. Cada vez que estamos en algún evento alrededor del libro suele ser gozoso, festivo y sorprendente porque los hallazgos nos sobrepasan, y sucede que conseguimos una edición que buscábamos, una novela que perseguíamos, o algún cuaderno extraviado cuya redacción nos emociona. Di con uno de esos folletos raros del siglo XIX en el que se ventilaba un pleito de límites entre Bolivia y Paraguay firmado por Joaquín de Lemoine y escrito con una prosa vehemente. Uno de sus imperiosos párrafos habla sobre la fragilidad institucional sobre la que se levantaron las repúblicas hispanoamericanas al rescindir su vínculo con la Corona. Me permito compartirlo con ustedes: “Cuando la Monarquía levantó el campo en nuestra América en medio de las últimas polvaredas de la derrota, las oprimidas colonias hispanas se entregaron a la erección prematura de edificios institucionales bajo el régimen de las ideas modernas surgentes de los escombros de la Bastilla. Pero esos obreros incipientes de la libertad, edificaron con materiales frágiles, en cimientos débiles y sobre terreno deleznable: sin hábitos republicanos, sin costumbres democráticas. Sin nociones del self-government, y, lo que es peor, sin esa consustanciación con el orden, la paz, el derecho, la justicia, la tradición, el amoroso respeto a la sagrada magna carta del Estado, intocable por profanas manos.” No hay mejores palabras para describir el extravío institucional que surgió de esas guerras civiles que fueron las de la Independencia. No significa que la Independencia no fuera legítima, todo lo contrario, era el camino indicado después de la invasión napoleónica y el fracaso de la corona española para mantener sus “partes integrantes del Reino” (frase que recojo de la Declaración del 19 de abril de 1810 del cabildo de Caracas con la que se rechaza el apelativo de “colonias”) en América. Pero esta emancipación, como la de quien forma una nueva familia, se realizó sobre el entendido del odio a España, el rechazo a la institucionalidad existente y la gestación de un nuevo genoma cultural que no reconocía las parentelas del pasado. Fue como si nos quedáramos sin familia con la promesa de fundar una nueva que no mirara hacia atrás y que se nutriera de todo lo novedoso y extraño que le pudieran ofrecer para el futuro. Una compra ilusoria de las teorías del porvenir.

Desmontar culturalmente la casa de la crianza con lo que de tradición, leyes y cultura teníamos nos dejó a merced de los fiados culturales, del ensayo, del experimento y el laboratorio político. La amueblamos metafóricamente con las sillas de un decorado extraño a nuestra condición como era el de un republicanismo que no llegamos a conocer sino luego de más de un siglo de tránsito por lo ignorado en que los republicanos necesarios para la República no conocían de lo que se trataba o habían sido barridos del mapa por toda suerte de caudillos que nacieron el mismo día en que Simón Bolívar mandó a repartir en el Congreso de Angostura los bienes de la nación a nombre de los militares venezolanos, “generosos guerreros… bienhechores del género humano…ínclitos varones…”. Ese día se selló el pacto de que la suma del poder político coincidía con la de los bienes materiales. Pronto la idea de la revolución se instaló como ilusión del cambio. De hecho, las montoneras y reyertas del siglo XIX se acogieron a ese pomposo nombre que dirigía algún generalote agrícola con ilusión de entrar en la capital y hacerlo todo suyo. Hay una foto que muestra a Pancho Villa y a Emiliano Zapata sentados a sus anchas y entre risas en el Palacio Presidencial de México el día que la División del Norte y la del Sur coincidieron en la capital durante esa guerra de corridos, haciendas y de balas que fue la Revolución Mexicana. Oligarquías terratenientes se sucedían entre sí donde triunfaba el que más gritaba, y el que mejor prometía porque el programa de las masas siempre ocupó su puesto en el juego de las ilusiones y las quimeras con el resentimiento de por medio para que el odio fuera un motor de estímulo permanente. Llegó el siglo XX y los militares esta vez quisieron el poder con los uniformes planchados. Vale la pena recordar la definición que ofrece Samuel Huntington sobre las revoluciones, para pisar sobre suelo firme: “las revoluciones producen cambios violentos y rápidos en la cultura dominante de una sociedad afectando lo relativo a instituciones políticas, liderazgo, estructura social, políticas y acción de gobierno.”

El tema de la revolución no sólo ha sido inútil y doloroso en América Latina. Lo ha sido en el mundo entero. En ese sentido, no ha habido una sola revolución política sin violencia y cuyos daños hayan sido menores que sus beneficios. La famosa revolución francesa, más allá de acabar con el despotismo del ancien regime y consagrar la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, lo que consiguió fue terror y sangre. Son como ese Cronos sombrío y castigador, pintado por Goya, que devora a sus hijos. La muy notable consecuencia de la Revolución Francesa fue el surgimiento de los grandes restaurantes franceses. Los nobles dejaron sus cabezas en la guillotina y sus cocineros tuvieron que salir a patear las calles a servirle los platillos a la burguesía. Tal vez lo único valioso fue la consciencia de la lucha por la libertad que se fraguó y cuyo espíritu alcanzó a las naciones europeas hasta finalmente desmantelar el diseño geopolítico de Metternich luego del Congreso de Viena. Ni hablar de las revoluciones que impulsaron los socialistas, todas impregnadas de odio y de resentimiento, que es lo que solicitaba Marx para enfrentar a los burgueses. Lenin en sus panfletos violentos jugaba con la frase de Clausewitz sobre la guerra y la invertía. Mientras el teórico prusiano decía que “la guerra era la política seguida por otros medios”, Vladimir Ilich Ulianov procuraba que “la política era la guerra seguida por otros medios”, lo que lleva a la eliminación del enemigo capitalista. Cuando se produjo la revolución de los sóviets, los piquetes de milicianos que recorrían las calles de San Petersburgo les exigían a los transeúntes de la ciudad mostrar las palmas de sus manos. Si las manos no mostraban callosidades, la infortunada persona era fusilada de inmediato. La revolución marxista se hizo con genocidas: Lenin, Stalin, Trotsky, Mao, Fidel, y todos sus imitadores de segunda en este mundo. Ernesto “Che” Guevara fue muy sincero cuando vomitó su discurso en la Organización de las Naciones Unidas: “En Cuba hemos fusilado, estamos fusilando y seguiremos fusilando”. Él mismo para estirar los brazos se colaba en el pelotón de fusilamiento para realizar el trabajo de campo. Gracias a Dios hoy en día no es más que una franela. Cuando Iosif Stalin mandó a asesinar a Trotsky en Coyoacán, los que soltaron lágrimas no recordaron igual de bien que un verdugo no pide clemencia. Basta recordar lo que hizo Leo Davidovich al frente de la Guardia Roja. La muerte de un hombre es una tragedia, pero la de cien mil, una estadística, solía decir con cinismo el padrecito Stalin mientras se entretenía con el humo de la pipa. Las revoluciones asiáticas se caracterizaron por una crueldad sin precedentes. Me sigo preguntando por qué es chic colgar el póster de un afiche del camarada Mao u organizar desfiles de moda inspirados en su vestimenta, cuando ha sido el homicida más perverso de la historia. Cuando no asesinaban, los camboyanos segregaron el alma de sus ciudadanos para integrarlos al nirvana de un alma colectiva, totalitaria y esclava. Todavía sigue dando pataletas y amenazando al mundo ese chico malcriado de Kim Jong-un que si se levanta sin sus juguetes vuelve picadillo a los tíos o a los ministros. La libertad continúa siendo un lujo inaccesible para la mayor parte del mundo. Y es en Occidente donde se libran los mayores esfuerzos para acabarla vista la amenaza de los tiranos y el poder cada vez mayor de los Estados. 

Si la revolución como tal genera estas consecuencias del terror y de la muerte, sin mencionar la completa destrucción de la economía, ¿por qué todavía sigue siendo popular y apetecida? ¿Qué parece atraer a la mentalidad del siglo XXI por el colectivismo y el fin de la individualidad? Porque no caigamos en el falso supuesto de que el libre mercado, la globalización o el pragmatismo han congelado el proyecto autoritario. Allí están el foro de São Paulo y el Grupo de Puebla, los desaseados comunistas de Podemos, el griterío igualitario de los millennials que piensan que al capitalismo hay que ponerlo en el banquillo de los acusados. Más allá de la perorata de la igualdad que es imposible, porque somos desiguales de nacimiento y la propia desigualdad marca y estimula la idea del progreso, me parece que en algún fondo lóbrego de las consciencias, se mantiene el resentimiento como factor movilizador para desmontar lo establecido, quemar estaciones en Bogotá, redefinir al Homo sapiens con una literatura nueva y de paquete, incendiar edificios en Santiago, y escribir Constituciones perversas como la de Chile. Marx lo vislumbró como nadie, sabía que cuando hablaba de la lucha de clases inventaba un manual para el crimen. Allí sigue estando el odio, esperando a que alguien lo estimule, lo despierte y lo conduzca. Seguimos peligrando entre esos escombros.

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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