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A ver, mi relación con el Islam ha sido distante. Por supuesto que conozco musulmanes a los que les tengo mucho cariño; pero son pocos, eso sí. No me ha marcado nuestra relación, su religión o ideología, porque deben ser de los más laicos. No me han marcado como sí me ha marcado el horror.

El momento de la caída de las torres del World Trade Center vive aún, como algo lejano pero nítido, en mi memoria. Más allá de las imágenes, que las vi una y otra vez por CNN esa noche, recuerdo el terror en los rostros de mis familiares, mayores, que como que sí entendían o pensaban entender lo que pasaba. Terror, al final.

Ya yo estaba un poco más grande cuando unos terroristas mataron a unos inocentes en Londres, por allá en 2005. Resulta que habían sido los mismos que cuatro años antes habían asesinado a casi tres mil en Nueva York, esa día en el que en los rostros de mis familiares se dibujó el terror. Y diez años después el terror me descolocó a mí.

Creo que porque entonces yo ya ejercía el periodismo, comprendía muy bien el valor de la libertad de expresión y el sagrado derecho a, incluso, la blasfemia, que el atentado a Charlie Hebdo me aterró tanto. Por dibujar, por burlarse, le quitaron la vida a unos dibujantes, que hasta entonces eran libres. Los mataron como se mata a un animal salvaje por el que nadie llora. Como si fueran cerdos. Indiscriminadamente, a un grupo de dibujantes armados con lápiz y papel.

Unos meses después hicieron lo mismo con personas felices, que disfrutaban de la belleza de París, de sus restaurantes, sus bares y su música. Las masacraron, a eso de las diez de la noche, sin razón alguna más que el fanatismo y el odio visceral a la felicidad. A mujeres y a hombres. En total, el 13 de noviembre de 2015, a 131 civiles. Ese día hablé con una amiga que vivía en París y había estado muy cerca de la carnicería. Lloraba. Tenía miedo. Nunca se había sentido tan insegura, tan vulnerable.

Y el terror se impuso. En Francia y en el mundo. El enemigo estaba en todos lados. Desde Londres a Boston, a Estambul y a Bruselas. En todos lados. Algo los une, sean de uno u otro grupo terrorista. De una u otra rama de la ideología. La misma consigna, el grito de guerra: Alá es grande, o ¡Allahu Akbar! Son los hijos de Alá, que se han cobrado más vidas que la letal epidemia del Ébola.

Entonces, cuando París fue sometida, me puse a leer. Empecé por Bernard Lewis, para comprender bien al Islam, y seguí con Graeme Wood, Ayaan Hirsi Ali, Reza Aslan, Salman Rushdie y Oriana Fallaci. El punto era intentar decodificar, más allá del Corán, lo que para todos es muy complejo. El debate se había intensificado por esos días. Que si lo que ocurría en las calles de Europa, ese derramamiento indiscriminado de sangre, tenía algo que ver con esa religión abrahámica que supuestamente solo profesa el amor y la compasión. El chantaje, como siempre, era el del racismo, como si los musulmanes fueran otra raza.

Yo leía porque le temía al chantaje; pero la respuesta es casi evidente. Disociar al terrorismo del Islam es como disociar al chavismo del socialismo —o a la Coca-Cola de la diabetes—. No todo musulmán es terrorista; pero todo terrorista, que grite la consigna, sí es musulmán. Y de los duros, de los ortodoxos, de los fanáticos. Para ellos, esos que matan o se matan por la religión, el resto no son verdaderos musulmanes. Ellos, piensan, son los verdaderos hijos de Alá que serán recompensados con el paraíso del que habla el Corán: ese del placer y las huríes que satisfacen a los héroes.

Houellebecq fue un punto de inflexión. Esto será muy poco profesional, pero la literatura, más que la pesada y tediosa documentación histórica, me ha ayudado a entender el Islam y el terror. O eso he creído. Sumisión es un libro aleccionador, en ese sentido. Espantoso, además, porque nos ilustra magistralmente la realidad: estamos en guerra —santa, dicen ellos, la yihad—. Inquietante, porque nos asoma el futuro: la vamos a perder.

Y la vamos a perder en la medida en la que el chantaje funcione y nos parta las piernas. Nos someta, nos arrodille. Por el miedo a ser honestos, a ofender u herir emociones, terminemos todos marchando, disciplinadamente, con la mano derecha a la altura de la sien, hacia el barranco. Porque no hay nada más crudamente sensato que admitir nuestro pavor al terror. Yo lo tengo. Les tengo miedo. Le tengo miedo a una ideología que avanza raudamente, que hace unos días se tomó Afganistán y va a devolver a las mujeres al medievo. Al chador, a los minaretes o al maldito burka.

Le preguntaba The Guardian a Houellebecq, a propósito de la publicación de Sumisión y los atentados a Charle Hebdo, que si él era islamofóbico. El chantaje, nuevamente. Pero el escritor, brillante como siempre, no cedió. «¿Soy islamofóbico? Sí, probablemente. Uno puede tener miedo», dijo. Luego, extendió la respuesta: «Probablemente sí soy islamofóbico, pero la palabra fobia significa miedo más que odio. Tengo miedo de que todo vaya mal en Occidente, y ya va mal».

Houellebecq habla del terrorismo, del avance de los malos. Es consciente de que son minoría dentro del Islam, «pero puede que pocas personas tengan un efecto muy fuerte. A menudo son las minorías más decididas las que hacen historia».

Orlando Avendaño is the co-editor-in-chief of El American. He is a Venezuelan journalist and has studies in the History of Venezuela. He is the author of the book Days of submission // Orlando Avendaño es el co-editor en Jefe de El American. Es periodista venezolano y cuenta con estudios en Historia de Venezuela. Es autor del libro Días de sumisión.

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