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Isabel II, ícono del estoicismo moderno

Isabel II, ícono del estoicismo moderno

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Bautizada en junio de 1926, Isabel Alejandra María, la primogénita de los Duques de York, no era más que una bebé, esperada y adorada por sus padres y abuelos. Criada en un adosado de Picadilly, Isabel apodada Lilibet por su abuelo, el Rey Jorge V fue bendecida con una infancia feliz y fuera de los reflectores, de lo cual se aseguró su padre, firme en su decisión de no permitir que sus hijas vivieran la niñez solitaria y antiséptica que alguna vez él vivió.

En ese entonces nadie podía imaginarse que Lilibet, aquella niña sensible y con pasión inagotable por los perros y caballos, iba a convertirse algún día en la monarca más longeva en la historia del Reino Unido. 

Isabel fue la única líder mujer en servir a su país durante la Segunda Guerra Mundial, en el Servicio Territorial Auxiliar, rama femenina del Ejército Británico. El que posteriormente se convertiría en su esposo, Felipe Mountbatten, a su vez sirvió durante la guerra en la Marina Real Británica, avivando así la importante tradición militar dentro de la familia real, continuada por sus hijos y nietos.

La abdicación de su tío en 1936 y la prematura muerte de su padre en 1952 se confabularon para que Isabel, de apenas 25 años, ascendiera al trono bajo la mirada expectante de una nación que aún sufría los estragos que dejó el fin de la guerra. 

Su reinado estuvo marcado por los profundos cambios sociales, tecnológicos y políticos en todo el mundo angloparlante, mundo en el que ya el Reino Unido no llevó la delantera, sino que su lugar fue ocupado por su excolonia americana. Debido a la pérdida de los más importantes dominios británicos de ultramar antes de su ascenso al trono, el país que recibía Isabel era muy distinto al que recibió su padre, su tío, y aún más al de su abuelo. País que, si bien estaba en paz, su desmembramiento y vulnerabilidad lo ponían en clara desventaja frente a los dos grandes de la posguerra: los Estados Unidos de América y la Unión Soviética.

Pocas personas desearían recibir un país así, más aún cuando no representa solo un ítem en su currículum, sino el legado de toda su dinastía y la reputación de una forma de gobierno cada vez más escasa y criticada. Sin embargo, como todos los inconvenientes en su vida, Isabel lo afrontó con dignidad y resiliencia, virtudes que hicieron de esta nonagenaria un ícono del estoicismo moderno. 

10/09/2022.- Una niña sujeta una bandera británica mientras numerosas personas se congregan frente al Palacio de Buckingham para rendir tributo a la reina Isabel II, el pasado sábado en Londres. (EFE)

El legado de Isabel fue demostrar lo que significa ser un soberano, símbolo de comunidad y orgullo nacional, en un mundo cada vez más individualista y globalista. Un monarca no es un estadista, ni un político, ni un sacerdote, ni una celebridad. Un monarca, fiel a la descripción freudiana del superyó, es una representación de todos los principios morales y éticos de una sociedad. Un monarca reina no gobierna sobre el imaginario colectivo, inspirando y motivando a sus ciudadanos a ser mejores seres humanos nada desdeñable frente a lo que podría lograr cualquier político democráticamente electo.

Eso es lo que hace del trabajo de Isabel el más difícil del mundo. Un trabajo que, para lograr conmover a toda la extensión de su pueblo, sin distinción de raza, sexo, religión ni orientación política; exige reprimir el propio carácter y temperamento. Todos, en un momento de ambición infantil, hemos deseado ser reyes. Deseo que se esfuma en el momento que descubrimos que el precio de ser un soberano se paga sacrificando todas nuestras aspiraciones personales, creencias e instintos humanos. Es por ello que la monarquía, como institución solemne, no responde a las leyes de los hombres como los políticos, sino a las leyes de Dios. Porque, al fin y al cabo, es a Él a quien se intenta imitar.

Solo una persona de fuertes convicciones puede hacer este trabajo por más de 70 años. Valores cristianos y lemas simples fueron los bloques de construcción de una fortaleza inquebrantable. Cuando cumplía 21 años, en la soleada y aún británica Ciudad del Cabo, la entonces princesa Isabel pronunciaba estas palabras en su primera transmisión al Imperio: “Nunca debemos dar menos que todo de nosotros mismos. Hay un lema que ha sido llevado por muchos de mis ancestros un lema noble, ‘yo sirvo’.” Palabras que resuenan con las escritas por el mayor referente del estoicismo, el emperador romano Marco Aurelio Antonino, casi 18 siglos antes: “Hemos nacido para servir, al igual que los pies, las manos, las hileras de dientes, superiores e inferiores. Obrar pues, como adversarios los unos de los otros es contrario a la naturaleza”.

14/09/2022.- El rey Carlos III de Gran Bretaña (i), la princesa Ana (d), y el príncipe Guillermo (detrás), en el cortejo fúnebre con los restos de Isabel II transportados en un carro de armas desde el Palacio de Buckingham hasta la sede del Parlamento en Westminster en Londres, Gran Bretaña, el 14 de septiembre de 2022. (EFE)

Un principio fundamental del estoicismo es la aceptación de nuestra falta de poder de decisión sobre lo que sucede a nuestro alrededor, en oposición al control que podemos ejercer sobre nuestra propia mente. Este principio fue demostrado magistralmente por Isabel, quien sabiendo que su país había perdido su control e influencia sobre buena parte del globo terráqueo; con su temple, clase y voluntad de servicio, logró que el Reino Unido mantuviera su posición como país respetable frente a la comunidad internacional, incluso frente a los ojos de personas hispanoparlantes y de religión católica, sin ninguna lealtad especial a Gran Bretaña.

Nunca dejó que su avanzada edad fuera un impedimento para ejercer su deber. Ya superaba los 80 años cuando debía lidiar con crisis como la del Brexit y la inmigración masiva. No en vano, en esa misma transmisión desde Ciudad del Cabo, Isabel culminaba su declaración prometiendo: “Toda mi vida, sea larga o corta, estará dedicada a su servicio”. 

La Reina trabajó hasta 48 horas antes de su muerte, recibiendo a la nueva Primera Ministro del Reino Unido, Liz Truss. Murió a sus 96 años, dando un significado literal a todas las proclamas que rezaban “Larga Vida a la Reina Isabel”. 

Su muerte marca el fin de una era y da inicio a otra. Son naturales las dudas que surgen en relación a la capacidad de su hijo, el Rey Carlos III, de llevar el timón. Dudas que recuerdan a las que ella misma tuvo que disipar cuando ascendió al trono hace casi 71 años. Pero los Mountbatten-Windsor son los reyes de la incertidumbre y de la adaptabilidad. El mayor regalo que pudo darle su madre fue construir cimientos sólidos para su reinado, para que él y sus descendientes adapten y moldeen según las circunstancias. Porque los buenos hombres planean con años de antelación. Pero los grandes hombres o grandes mujeres en este caso planean con generaciones de antelación. Y tal como lo hizo la Era Victoriana, la Segunda Era Isabelina sentará las bases por los siguientes 200 años.


Este artículo fue escrito por Daniela Medina Ozal, estudiante de Medicina venezolana interesada en temas de historia, revolución cultural y psicología evolutiva.

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