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La guerra por el corazón y la conciencia de América

El libro de Saul Alinsky Reglas para radicales es para la guerra cultural del neomarxismo tan, o incluso más influyente, de lo que el Qué hacer de Lenin fuera para las del socialismo del pasado. El socialismo en general y el marxismo en particular son ideas tan malignas que únicamente pueden avanzar mediante desinformación, mentira, subversión y violencia. Desde una falsa moral en que todo mal en nombre de su causa se toma por bien absoluto, y todo lo que la resista, será digno del extermino inmisericorde.

Alinsky dedicó su libro a Lucifer, no al antagonista de la Biblia, ni al incomprendido de algunas sectas gnósticas, sino al Lucifer de los temores medievales, la encarnación del mal en estado puro, no porque creyese en el diablo –era dogmáticamente ateo– sino porque –al igual que al propio Marx– le atraía emocional y estéticamente el concepto del mal absoluto. El libro vio la luz en el momento clave de una guerra por la cultura que el marxismo de Frankfurt llevó a los Estados Unidos de la temprana posguerra del siglo pasado. Era el manual táctico que los radicales inspirados por el neomarxismo necesitaban cuando sus filas crecían por las tácticas de sus intelectuales orgánicos con creciente influencia en las grandes universidades de Estados Unidos.

No me detendré en las tesis del libro. Es, ni más ni menos, que lo promete su título, un manual inmoral y maligno para desarrollar esfuerzos de agitación y propaganda dispersos, pero unidos en fines totalitarios de largo plazo, prácticas totalitarias sobre espacios restringidos controlados, y decisiva influencia cultural como forma de poder que llegaría a condicionar al poder enemigo hasta hacerlo eventualmente incapaz de resistirlos. El principio rector de las tácticas propuestas era el de costumbre, no detenerse ante nada que funcione (o pueda funcionar, por inmoral o criminal que sea, si sirve a los fines radicales) y empeñarse en restringir a quienes los resisten, a limitarse a los métodos más civilizados, tolerantes, dignos y hasta decorosos posibles. Es decir, atacar a cuchillo exigiendo que sus víctimas se limiten a responder con palabras sosegadas.

Es así, no de otra forma, como se libra la guerra por la conciencia de los americanos. De un lado, había una izquierda radical crecientemente influida por el neomarxismo de Frankfurt, que veía a Moscú con ambivalente admiración y desprecio. Estaba empeñada –con independencia de la guerra fría– en una guerra cultural doméstica de largo plazo para destruir lo que hacía de Estados Unidos –con y por sobre sus defectos– el faro de la libertad en el mundo. Del otro, había una derecha conservadora concentrada, casi exclusivamente, en contener y eventualmente derrotar al poder totalitario soviético, ignorando la paralela amenaza interna que envenenaba la república. Hoy, en medio del ascenso de una nueva superpotencia totalitaria que impone una segunda guerra fría (contra un nuevo –más poderoso, y más flexible– enemigo externo, como es el totalitarismo socialista de Beijing), los Estados Unidos enfrentan paralelamente un enemigo interno que creció hasta lo que hoy vemos en las calles (y en el Congreso).

Durante demasiado tiempo, los conservadores americanos (defensores de los principios fundacionales de la más exitosa república moderna) se autodenominarían liberales, mientras que en Norteamérica, los socialistas en sentido amplio –desde los que ponen en duda parcialmente hasta los que desprecian y combaten abiertamente esos principios americanos de libertad, propiedad, familia y patriotismo– se autodenominan en inglés liberals. Los conservadores se mantenían –casi siempre– en las reglas políticas de dignidad, decoro y tolerancia, en tanto la izquierda se lanzaba a la guerra con las de Alinsky, que eran las mismas de Lenin y Stalin, pero aplicadas a una guerra cultural como la planteada por el neomarxismo.

Nada tuvo de digno, decoroso o tolerante el viejo marxismo –y su amplia red de tontos útiles– de Walter Duranty negando en The New York Times, del gulag a las hambrunas provocadas de Stalin y dirigiendo el asesinato moral del Gareth Jones (que osó revelar el genocidio revolucionario soviético en Ucrania, asesinato precursor y cómplice de su asesinato físico por agentes de inteligencia soviéticos en Mongolia). Duranty recibió el Pulitzer y disfrutó inmerecido prestigio hasta su tranquilo final. Nada tuvo de digna la estrategia de desinformación, mentiras, agitación y propaganda en escalada de la izquierda en los Estados Unidos  durante los últimos 60 años. Poco de novedoso había en lo de Alinsky para canallas como Duranty. Lo nuevo era que esas tácticas –y las teorías que las justificaban con maligna doble moral– eran monopolio del marxismo soviético y sus satélites o sus herejías más próximas. Las teorías de Marcuse y tácticas de Alinsky se extienden, poco a poco, a todo el socialismo en sentido amplio, conquistando al actual Partido Demócrata de Estados Unidos.

Pero con Trump emerge una derecha conservadora que leyó el libro de Alinsky. Trump ha sido, además del primer presidente de los Estados Unidos que asumió abiertamente la nueva guerra fría con China, el primero en asumir la guerra cultural contra un enemigo interno estrechamente relacionado con flexibles redes globales de agitación, propaganda, subversión, crimen organizado y terrorismo antioccidental. Combate al enemigo con sus propias tácticas. Ha dejado de lado el decoro y la dignidad asumiendo esta guerra como lo que es. Cuando gana, gana como un grosero y arrogante Patton, al mando de las fuerzas que aplastaban las de Erwin Rommel, parado sobre un tanque y gritando “magnífico bastardo, yo leí tu libro”.

Al alto costo que la realidad exige –otro tema importante– esa es la única manera de asumir y eventualmente ganar, esta guerra cultural por el corazón de la república estadounidense en particular, y de la civilización occidental en general. No hay otra forma de librar una guerra cultural  que, como es, una de vida o muerte. Nos guste o no.

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