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Los pueblos y su extravío

Los pueblos y su extravío

El extranjero que llegue a Londres en estos días a presenciar los funerales de la recién fallecida Isabel II probablemente tenga la tentación, ya que ha escuchado mencionar tantas veces lo de la monarquía constitucional, de conocer directamente la constitución de ese país y solicitar en algún quiosco de la estación Victoria un ejemplar de dicho libro fundamental. Pensará que el quiosquero enseguida escudriñará en el interior de su continente comercial y pondrá en sus manos un libro azul, preferiblemente liliputiense, con las normas supremas del reino. Pues no. Nada de eso sucederá porque la del Reino Unido no está codificada en un único texto y es el resultado de las leyes, sentencias judiciales, actas, que se juntan como un todo. De esta forma, se convierte en una constitución dinámica, que se adapta a los nuevos tiempos de forma incesante. Pero su gran origen, su fuente directa, es el parlamento después de los trascendentales sucesos de la Gloriosa, en que el monarca se somete a la autoridad indiscutible del cuerpo de los legisladores. El siglo XVII fue especialmente turbulento para esa nación y hasta se convirtió brevemente en República después de que Carlos I Estuardo pasara por la cuchilla del verdugo no sin antes declararle la guerra al parlamento y adelantar su odiada política tributaria (a los recaudadores de impuestos no los quiere nadie). El ironside Oliver Cromwell tuvo una deferencia póstuma con él y permitió que le cosieran la cabeza al cuerpo para sus deslucidas pompas fúnebres. En 1660 se restauraría la monarquía y en 1689, el protestante Guillermo de Orange, ante la deposición de su tío y suegro, Jacobo II Estuardo, último rey católico de Inglaterra, asume el trono subordinado al Parlamento. Allí comienza la monarquía constitucional. Pero frente a esto hay que agregar que la Gloriosa que derroca a Jacobo II y se empeña en someter la autoridad del rey al poder del Parlamento estaba restituyendo los fueros a los que se había obligado Juan I sin Tierra al aceptar la Carta Magna en 1215 y que limitaba sus poderes. Cien años antes del desangramiento francés y su filosa guillotina, los británicos habían otorgado un régimen parlamentario con sus representantes elegidos en los shires. Consagraban para todos los tiempos nada menos que la libertad.

Cuando John Locke se refiere al gobierno civil, distingue que “la forma de gobierno del Estado dependerá de la manera cómo se otorgue el poder de hacer las leyes”. De modo que el sostén principal de una sociedad descansa en la ley y sus hacedores. Al abandonar el estado de naturaleza y adoptar el de la civil o política, Locke apunta que “la finalidad de la sociedad civil es evitar los inconvenientes del estado de Naturaleza que se producen forzosamente cuando cada hombre es juez de su propio caso” con lo que las autoridades del poder público estarán por encima de todas las personas por el acuerdo fundacional que los somete a la resolución de la mayoría. Y muy importante, esa mayoría, esa voluntad general, ese consentimiento de los hombres libres, como también apunta Locke, será la creadora de las leyes y definirá el tipo de gobierno. Algo significativo será la continuidad y la tradición. Y es allí donde la comunidad británica cobra tanta significación, pero solo para los británicos. Si se fuese a repetir la práctica británica en países sin esa cultura política y de consentimiento, el experimento fracasaría. De allí todo el problema derivado con el colonialismo y la imposibilidad de reproducir un hábito cultural ajeno. La democracia parece ser una institución netamente occidental; las estructuras tribales resienten de su aplicación porque no pertenece a su costumbre histórica ni a su visión del mundo. Fue la experiencia de Afganistán: ni los ingleses lograron imponer su tabla de valores, como tampoco los soviéticos ni los estadounidenses. Parte de la arrogancia cultural de Occidente ha sido no entender las diferencias culturales de los países que ha intentado dominar en la creencia de franquiciarles un tipo de pensamiento. Pasa exactamente igual con los migrantes: aquellos que se hayan establecido en países occidentales deben acogerse a la ley y a los usos culturales del nuevo lugar de residencia. Cuando ello no ocurre por las resistencias naturales de las personas, termina cediendo por la hibridación cultural.

15/09/2022.- Varias personas guardan cola durante más de seis horas para presentar sus respetos a la reina Isabel II en el Palacio de Westminster en Londres, Gran Bretaña, el 15 de septiembre de 2022. (EFE)

El extravío de un pueblo se ocasiona cuando desconoce su historia y se lanza al despeñadero de la novedad política y constitucional. Eso le sucedió y le sigue sucediendo a los hispanoamericanos desde que rescindieron su vínculo con España y apostaron por convertirse en repúblicas. La inexistencia de una cultura política que sostuviese las bases del nuevo sistema, la falta de un consentimiento general de sus ciudadanos, el desconocimiento de la voluntad de las mayorías junto al surgimiento del caudillismo que fue a las guerras de independencia y reclamó su botín, medido como riqueza material, la titularidad de la tierra y poder personal, hicieron que el proyecto republicano en Hispanoamérica se volviera añicos. El fracaso político arrastró en su caída a cualquier posibilidad económica. Como no existía el imperio de la ley, no podía florecer la república y menos que menos, la democracia. Se impuso el gendarme, el hombre fuerte que encarnaba su propia aspiración de lo que la ley debía ser. Un regreso al estado de naturaleza donde el tirano es el príncipe único y juez de todos. Tuvimos que pasar por un siglo continental de guerras civiles entre caudillos para ver tímidamente cristalizar a esos estados que habían nacido en constituciones inspiradas en propuestas foráneas. En un artículo anterior ponía el ejemplo de la ciudad de Barinas en Venezuela, que en el siglo XVIII era el centro floreciente de los negocios del agro de los llanos occidentales de Venezuela. Uno de sus ciudadanos ilustres, el marqués de las Riberas del Boconó y el Masparro, había edificado un palacio. La ciudad tenía unos diez mil habitantes a fines del siglo mencionado, pero cuando Hiram Bingham, el futuro descubridor de Machu Pichu, la visita en 1906 se encuentra con que la antigua ciudad pujante ha quedado reducida a ruinas donde malviven unas seiscientas personas. Eso fue el siglo XIX y parte del XX no sólo en Venezuela sino en la mayoría de los países de la América española. Al siglo XX llegamos saliendo de la plaga de los caudillos para enfrentarnos con la plaga de los golpes militares, una vez que se profesionalizaron los ejércitos y sustituyeron a las montoneras al menos con gorras y uniformes. Y en medio de cada irrupción de fuerza el ensayo de un paraíso prometido y hasta un hombre nuevo manufacturado en los laboratorios de la ingeniería social, presentados con candidez y arrojo en cada nueva constitución que implicaba el eterno retorno al punto de partida.

De nada sirven las constituciones si no se crean consensos alrededor de ella. Existe la pervertida creencia de que la sola redacción de una constitución basta para refundar una sociedad. Toda refundación en ese sentido es imposible. Los países no se someten al marketing. Si esa sociedad es indiferente ante la ley, ¿qué utilidad puede tener reemplazar su documento fundacional? El escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza llama a las constituciones “líricos catálogos de felicidad colectiva”. Cada cierto tiempo llega un cantamañanas a decretar la dicha colectiva y abunda con obsequiarnos un libro de la literatura fantástica llamado carta magna. En Venezuela redondeamos veintisiete. La última de esas estafas, de ese carterismo político, acaba de suceder en Chile donde un grupo de desadaptados de la izquierda ha pretendido escribir una constitución sectaria y destructora. Un auténtico “paquete chileno” contrabandeado por quienes anteriormente pillaron y destruyeron las calles y los edificios de Santiago y luego se sentaron a fabricar su comarca exclusivista e intransigente. Gracias al voto de la mayoría se detuvo el proyecto extremista. Con el no rotundo, el proceso debería detenerse o el Congreso chileno debería dar la pauta del camino a seguir. El adánico de Boric un sujeto ignorante y peligroso insiste en redactar un nuevo texto que no cambiará sino empeorará las cosas. Chile se había alejado de la ruta clásica de la ruina latinoamericana pero la izquierda complotó para descarrilar su crecimiento. Hay un nexo entre la destrucción callejera y la violencia política de los ultras izquierdistas con la llegada de los cambios políticos hacia el desmantelamiento institucional. Sucedió en Chile y en Colombia y se intentó el mismo libreto en Ecuador. Algún día, no me cabe la menor duda, se demostrará en Venezuela que la izquierda aprovechó los sucesos del Caracazo en 1989 para sembrar la primera simiente de lo que sería el cataclismo del país a partir de 1999, digan lo que digan sociólogos y demás devotos del Centro Gumilla.

Con la muerte de la reina Isabel II, el mundo centró su atención en el muy ponderado ejemplo de esa monarquía constitucional con más de mil años a cuya cabeza estaba la monarca que no descuidó ni un solo día de su fructífera y honorable vida sus obligaciones estatales. Cuando se celebra el avance de un pueblo como el inglés en la senda de lo sostenido, no se hace porque queramos repetir ese modelo político en nuestras latitudes como muchos ignorantes gritan en las redes socialessino llamando la atención sobre el beneficio que genera hacer de la ley el fundamento de lo que somos. Las revoluciones representan la carta de defunción de un territorio mientras que la evolución es siempre su fe de vida. Algunos han sostenido que los pueblos requieren leyes porque sus ciudadanos no son virtuosos. Que si lo fueran no se necesitarían escribir normas para la convivencia. Aun en el imposible caso de que lo fuéramos siempre sería preciso que nos regularan la conducta. En aquel mítico estado de Naturaleza que describe John Locke, cada hombre era un príncipe, un soberano, un juez parcial que decidía a favor de sí mismo y que de tanta virtud personal era inevitable una mayor por encima de todos. El mundo le apuesta con intrepidez a la novedad. El cambio es el motor de todo. Las juventudes arrasan y se proclaman innovadores y emprendedores. El futuro se construirá tomando riesgos. No cabe duda; siempre lo ha sido. Pero careciendo de instituciones sólidas, válidas y duraderas todo puede ser barrido con el escándalo de un agitador de esquina. Y las naciones que hacen de la tradición una convicción (tradición es transmitir también) acumulan lo suficiente para progresar, evitar los déspotas, a los magos que ensayan el truco de la desaparición y a los timadores con el carné de la anti política. 

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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