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Navidad, política y cristianismo

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Dios tiene un sentido del humor extraño.

Creo que el mejor argumento a favor del cristianismo es lo contraintuitiva que es su historia seminal.

Las historias de los dioses paganos los mostraban sentados en grandes tronos de oro, gobernando a sangre y fuego el mundo, con fuerza sobrehumana y poder inimaginable.

La Navidad nos presenta a Dios como un niño. No viene al mundo como un tirano o un gran rey, sino como un niño pequeño en la pobreza más absoluta. Sin posada, sin hogar, sin nada que le resguarde. En un olvidado rincón del Imperio, entre un pueblo anónimo y tosco.

Allí decide Dios comenzar su historia.

La Navidad es una gran paradoja. Kierkegaard decía que la Navidad era absurda—y por eso deberíamos creer en ella. Dios desafía nuestros pequeños esquemas mentales, incluso la idea que nos formamos de la divinidad. Es la historia de una pobre virgen embarazada del mismísimo Hijo de Dios. Y ese Dios no decidió que su Hijo naciera en un palacio real, sino en la pobreza de un pesebre.

Y en una paradoja aún más grande, ese niño indefenso quiebra la historia. En palabras de Hans Urs Von Balthasar, “la Navidad no es un evento en la historia, pero es la invasión de la eternidad sobre la historia”. La Navidad no se limita a un momento histórico particular sino que señala una ruptura de la historia. El Dios infinito, eterno, todopoderoso e intemporal irrumpe en el curso de la historia… Como un niño llorando de frío.

Y los Evangelistas estaban bien conscientes de dicha paradoja. San Lucas da un detallado recuento de la historia del nacimiento del Hijo de Dios, después se preocupa por fijar su genealogía. ¿Por qué? Muy sencillo. En dicha genealogía muestra cómo Jesús proviene de la estirpe de David. Ese niño indefenso, hijo de un humilde carpintero, viene al mundo para gobernar, y ya no solo a Israel, sino al mundo entero.

San Marcos lo deja más claro al inicio de su Buena Nueva: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios”. El Evangelio (Eu-Angelion) es el mensaje que llevaban los pregoneros imperiales cuando el Emperador o uno de sus grandes generales ganaba una batalla. ¿Y quién era el Hijo de Dios para el pueblo llano de la época? Claramente, el César.

Y todos los Evangelios apuntan a que hay uno infinitamente por encima del César y es ese niño regordete que tenemos todos en el Pesebre en nuestros hogares.

¿Y a qué viene todo esto? A que, esencialmente, la Navidad le da forma a la misión del cristianismo político. No voy a hablar aquí de profundos debates intelectuales en torno al integralismo o la relación Iglesia-Estado. Nadie quiere leer de ello en Navidad. Pero sí deseo dejar clara una verdad que los cristianos debemos tener clara: Así como Cristo vino a reconciliar la carne y el espíritu, nosotros hemos de conciliar lo secular con lo espiritual.

En la Navidad, Dios toma la fragilidad de nuestra carne para deificarla, o, como dice el hermoso adagio de los Padres de la Iglesia, Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios. Nosotros hemos de tomar la fragilidad y conflictividad de lo secular para elevarlo a lo espiritual, para convertirlo en Imago Dei.

¿Y cómo se alcanza esto? Para el Cardenal Jean Daniélou en Oración y Política está en una comprensión más plena de la política en la que se asegure las condiciones de alcanzar la plenitud material, fraternal y espiritual. 

Daniélou escribe esto apenas tres años antes del Mayo Francés y veía que la sociedad moderna se movía hacia una dirección en la que conseguir el Bien espiritual se volvía casi imposible para la persona promedio. El mundo ha construido una cultura en la que el hombre solo mira su propio ombligo. La misma perversión de la Navidad, como un sacramento consumista y vacío de la posmodernidad es un buen ejemplo de esto.

Acá, Daniélou no hace un llamado a la teocracia, pero sí a que nos olvidemos de que el hombre puede divorciar lo espiritual y temporal y pensar que algo bueno saldrá de allí. Los enemigos de lo espiritual, liberales primero, marxistas después, posmodernos hoy, lanzan ataques esquizofrénicos ante cualquier asomo de influencia de la religión en el mundo de la política porque entienden bien que su régimen de supuesta neutralidad no sobrevive en un mundo que mira con los ojos de la fe. 

Una separación total entre ambas esferas es imposible. Es desintegrar al hombre y reducir lo político a lo meramente procedimental. Allí donde hay cristianismo personal, ha de haber cristianismo social. El cristianismo siempre implica Cristiandad. Esto no implica una confusión entre autoridades espirituales y temporales, sino reconocer que la religión y, en Occidente, particularmente el cristianismo, tiene un rol en el espacio público y es uno de los pilares de la civilización.

Los cristianos no solo tenemos el derecho, sino el deber, de buscar condiciones civilizatorias que promuevan el desarrollo de la fe, entendiéndola como parte integral de la persona humana. Es mentira que el mejor lugar para la religión es lo privado. El mejor rol de la religión es cuando las voces de la fe se escuchan con fuerza en el espacio público para defender lo que el cristianismo ha defendido por 2000 años: la dignidad de la persona humana y, especialmente, la dignidad de los que viven en periferias físicas y espirituales. La Navidad, ese cataclismo silencioso, está para recordárnoslo.

La neutralidad ante las grandes preguntas es una enorme falacia. En palabras del gran G.K. Chesterton, en última instancia, todos los argumentos son argumentos teológicos. No podemos evitar tomar postura ante las preguntas más profundas de nuestra existencia, ni privada, ni públicamente. De otra forma, estaríamos mintiendo diciendo que existe un supuesto espacio público neutral en el que extrañamente las cortes deciden sobre el sentido ulterior de la existencia.

Nadie tiene por qué abandonar sus convicciones cristianas en el espacio público. De hecho, la lucha no debe ser por simplemente pedir que se respeten nuestras voces, sino por transformar el mundo desde dentro. La lucha no es por simplemente participar en el mal llamado “espacio público neutral” del liberalismo. Cristo nos llama a reconciliar el recto orden entre lo espiritual y lo secular. No podemos tener miedo a ser sal, luz y fermento.

Nuestra cultura ha rebajado la Navidad a una historia para niños con tiernas canciones y regalos. Es parte de nuestro domesticado establishment cultural. Pero la Navidad es más que eso. El nacimiento de un niño que va a heredar el Trono de David (Lc 1:32), anuncia el comienzo de una revolución en su sentido más pleno: la ruptura entre lo temporal y lo eterno, ¡para reconciliar lo temporal y lo eterno! Y en ese pesebre en un rincón olvidado del mundo, descubrimos la paradoja más grande: Que Dios ha irrumpido en la historia no para demostrar su poder, sino para darnos su Amor. Nuestra tarea es reflejarlo.

Edgar is political scientist and philosopher. He defends the Catholic intellectual tradition. Edgar writes about religion, ideology, culture, US politics, abortion, and the Supreme Court. Twitter: @edgarjbb_ // Edgar es politólogo y filósofo. Defiende la tradición intelectual católica. Edgar escribe sobre religión, ideología, cultura, política doméstica, aborto y la Corte Suprema. Twitter: @edgarjbb_

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