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Neuralink, memoria y transhumanismo: ¿hacia dónde vamos?

Neuralink, El American

Por Salvador Suniaga *

«Dime tú, ¿por qué nos consuela el agua tibia? ¿Por qué salieron Adán y Eva desnudos del Paraíso y temblaron de vergüenza y frío? ¿Por qué los primeros hombres enterraban a sus cadáveres en posición fetal? ¿Por qué tememos que nos abandonen? No lo entiendes. Nadie está preparado para la experiencia última, que es la primera». —Luis Manuel Ruiz en Dynevor Road.

Elon Musk y su equipo han demostrado suficientemente que sus ensoñaciones futuristas pueden hacerse realidad. Esto le ha conseguido de consuno la admiración y preocupación de muchos, sobre todo en lo concerniente a su propuesta Neuralink. 

Este invento promete devolverle la funcionalidad a cualquier paciente que haya sufrido una lesión en la médula espinal. Una persona parapléjica, por ejemplo, podría usar un teléfono inteligente con el pensamiento, incluso hasta más rápido de lo que lo haría con las manos una persona sin compromiso físico. Al tratarse de un chip cerebral, sus beneficios serían múltiples: recuperación de parálisis, ceguera, audición, entre otras dolencias.

Como el principio del dispositivo es la transmisión de datos basada en la creación de interfaces cerebro-computadora, presenta la potencialidad futura de que las personas puedan reproducir sus memorias a voluntad y almacenarlas en dispositivos externos. Incluso editarlas. No sería la primera vez, porque, de hecho, fue la fotografía la primera tecnología que permitió congelar el recuerdo. 

Tan relacionada quedó la imagen instantánea a la idea de perpetuidad, que los japoneses de finales del siglo XIX tenían la creencia de que cada fotografía que nos tomaban nos restaba un año de vida, como si un pedazo de nuestra alma (lo inmortal en nosotros) nos fuese arrancado y quedara en la imagen; inspirados, quizás, por un sano instinto de compensación o equilibrio. Un sabio demiurgo les susurraba en su fuero interno que lo permanente no era natural, y que para conseguirlo había que ofrecer un sacrificio a cambio.

Aunque algunos experimentos con monos y cerdos han demostrado la factibilidad de esta tecnología, en la más reciente prueba de laboratorio unos 15 macacos de 23 han muerto al implantarles el chip. Los sombríos resultados van desde la muerte por hemorragia cerebral hasta la automutilación. Desde luego, el equipo de científicos y especialistas de Neuralink cuenta con un protocolo de experimentación con animales; y anticipándose a la opinión pública, muestra en su página web la buena alimentación y cariño que les proveen.

No obstante, lo último de lo que tendríamos que preocuparnos es de la biocompatibilidad, o de que el chip instalado en nuestro cráneo nos explote de un chispazo como lo haría un capacitor cuando se le invierte la polaridad. Empero, notamos aquí un par de dimensiones bioéticas que ya han sido abordadas desde hace algunos años: el maltrato animal producto de la experimentación científica, y la potencial integración entre lo humano y lo electrónico. Una precisa de una legislación posthumanista mientras que la otra de una transhumanista. Pero ambas nos conducen a que, más que una tecno-ética, es menester el desarrollo completo de una filosofía política más amplia, no-antropocéntrica, que incluya lo humano y lo no-humano. A saber: los animales, la naturaleza y las máquinas.

En su Political Philosophy of AI, Mark Coeckelbergh medita sobre la posibilidad de otorgarle un estatus político, aunque sea en segundo grado, a los sujetos no-humanos de los que somos codependientes. Históricamente, nuestras mascotas han sido parte de nuestra familia, y sabemos también que si no conservamos nuestro ecosistema no sobreviviremos. Con relación a las máquinas, ya no podemos vivir sin ellas —ya son una segunda naturaleza— y no porque sean inorgánicas significa que no sean análogas a los seres vivos. Estas discusiones llevan al menos unos 70 años, destacando el sistema filosófico de Gilbert Simondon (en donde se cuestiona lo que definimos como individuo) y el concepto de autopoiesis de Humberto Maturana.

No es cosa lejana ni de ciencia ficción lo de las máquinas, considerando que nos queremos fusionar con ellas. Ya hemos mencionado que los periféricos son cada vez más pequeños y que llegará el momento en el que serán parte de nosotros mismos, como precisamente es el chip Neuralink. Insistimos en el espejismo que conlleva la comparación entre ADN y código binario, reflejados aquí como memoria y vídeo, como si ambos fueran cápsulas equivalentes de información; porque esto implicaría de suyo una degradación: que somos iguales a nuestra tecnología, que lo creado es igual al creador, que la máquina es como uno de nosotros. Esa es la paradoja del transhumano, o del humano tecnológicamente «aumentado», y la verdadera singularidad tecnológica.

Memoria y olvido van aparejadas. Si se interviene en una, se interviene en ambas. Fijémonos en los álbumes familiares. A través de una etnografía visual, notaríamos que las abuelas y madres son las administradoras de lo que debe ser recordado en la historia familiar.

Las fotografías de los álbumes suelen ser seleccionadas y curadas por ellas. En su parte inferior o posterior se registra el lugar, la fecha y los protagonistas; y si alguien no es digno de permanecer en la memoria de la familia, se le recorta de la foto. Como diría Nietzsche, el olvido es aristocrático y saludable, dado que «sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria». El olvido es, pues, la redención natural del cuerpo. Por eso fluye a través del río Lete desde el Paraíso de Dante; y por eso se le bebe en el Inframundo, antes de volver a nacer, para que tengamos otra oportunidad.

Pero así como se puede distorsionar la memoria familiar a través de la edición de su hemeroteca, también ocurre lo mismo con la identidad de un individuo. De la memoria congelada en la fotografía de aquella sociedad japonesa decimonónica y supersticiosa pasamos a la memoria transmitida y aumentada de su autoconsciente Ghost in the Shell (1995). Ya se dibujan allí las consecuencias políticas e identitarias de la administración institucional de la memoria, y sugiere que ni nosotros mismos deberíamos intervenir en nuestros recuerdos, pues evolutivamente no estamos diseñados para recordarlo todo. No estamos preparados para la experiencia última, que es la primera.

A esta potencialidad transhumana se le conoce como neuroaumentación. Respecto a ella, un equipo de especialistas de la Universidad de Columbia promueve que todos tengamos derecho a la misma, a fin de evitar nuevas brechas sociales entre humanos «naturales» y humanos aumentados.

Esto invita a que nos hagamos varias preguntas: ¿los dispositivos de Neuralink deben ser garantizados por la salud pública? Si los gobiernos pueden intervenir en las cuentas bancarias, ¿acaso no intervendrán también en la administración de datos de nuestra memoria? Si es un producto o servicio privado, ¿quién tendrá la propiedad de los datos? ¿Podremos administrar nuestra memoria en nuestra propia base de datos con la Web 3.0? Más aún, y en primer lugar, ¿por qué deberíamos aumentarnos? ¿La libertad individual lo justifica?

La pandemia del COVID-19 demostró que a la mayoría de las personas no les interesa tanto ser libres sino estar seguros. En los próximos años sabremos, incluso, hasta qué punto pueden valorar dicha seguridad, si a cambio se les ofreciera alguna ventaja tecnológica que los adapte mejor al paradigma del progreso basado en la velocidad y eficiencia. Después de todo, así es el homo economicus, el heredero del Iluminismo.


Salvador Suniaga es ingeniero y consultor del sector industrial latinoamericano. Especialista en simulaciones numéricas e investigación cualitativa, con interés en tecno-antropología. Ganador del premio internacional SolidWorks Elite Application Engineer. Actualmente, es director técnico en SolidIndustry.

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