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Petro, El American

Por: Jair Peña Gómez *

Los colombianos hemos sido generosos con los criminales, especialmente con los que han ejercido las armas en contra de los nuestros. Hemos buscado el diálogo, creado leyes y firmado acuerdos para alcanzar una paz que por estas tierras parece fin y no medio para una vida buena. Hemos cometido cada disparate moral perdonando lo imperdonable y justificando lo injustificable, en un afán incomprensible por pacificar la nación a costa de la justicia. 

Esa generosidad con los delincuentes, aunada a la decadencia de la democracia colombiana, que cada vez se aproxima más a una demagogia; a la pérdida de confianza en las instituciones, principalmente en los partidos políticos, el Congreso, la Presidencia y la Policía Nacional, ha llevado al país a un punto de no retorno: la elección de un exguerrillero de extrema izquierda como jefe de Estado y jefe de Gobierno. 

¿Y eso en qué nos afecta? En primera medida, es un reto sin precedentes en la historia republicana de Colombia, pues con todos sus ires y venires, con las guerras civiles, los magnicidios, la lucha contra grupos armados organizados (guerrillas, paramilitares y narcotraficantes), etcétera, el país logró construir una gran democracia liberal, de las más sólidas y estables de la región, con un modelo de economía de mercado que, con todas sus deficiencias, ha llevado al país durante más de un siglo por una senda de crecimiento sostenido y de superación de la pobreza. 

En segunda medida, la incertidumbre es total. No es que Colombia no haya tenido presidentes con ideas de izquierda, sí los ha habido; tal es el caso del progresista Alfonso López Pumarejo, quien fue elegido mandatario dos periodos (1934-1938 y  1942-1943; 1944-1945). También fueron presidentes de izquierda Alfonso López Michelsen (cofundador del Movimiento Revolucionario Liberal) y Ernesto Samper  Pizano, quien llegó a ser secretario general de la UNASUR, organismo promovido por el exdictador venezolano Hugo Chávez y el expresidente brasilero Lula Da Silva.  No obstante, lo que Colombia no ha tenido es un mandatario de extrema izquierda, un comunista confeso.  

Esa realidad cambia el panorama por completo, porque a pesar de que el país sí ha tenido mandatarios con ideas progresistas, la extracción liberal y el fondo humanista de estos, ha impedido que sus gobiernos desembocaran en una dictadura o una tiranía de izquierdas. Han sido presidentes electos democráticamente, y democráticamente han dejado el cargo. Con Gustavo Petro la cuestión dista de ser parecida, sus orígenes están en la guerrilla terrorista del M19, donde militó y tuvo un rol sobre todo intelectual, lo que no necesariamente significa intrascendente.

Petro, alias “Aureliano” como se le conocía en el mundo subversivo, fue amnistiado e indultado, y ahora algunos lo han elevado a la categoría de inmaculado, permitiéndole participar activamente en política (ha sido representante a la Cámara, senador y alcalde de Bogotá), un despropósito que ningún país del llamado “primer mundo” cometería.  

Por ejemplo, a la República Federal Alemana jamás se le ocurrió —en aras de la “paz”—permitir que miembros del Partido Nazi participaran nuevamente en política. Tampoco a los países de Europa del Este que estuvieron bajo la esfera soviética se les ha pasado por la mente legalizar el comunismo, verbigracia, en Lituania, Letonia y Ucrania los partidos comunistas están prohibidos por ley. 

Entretanto, en Colombia creemos que la democracia es compatible con el totalitarismo, que las libertades son plenamente armonizables con el comunismo, y que la tolerancia y la pluralidad son prerrogativas asequibles a los enemigos del pueblo colombiano.  

Permítanme discrepar de las masas y los medios. No creo que Gustavo Petro sea un símbolo de esperanza, tampoco creo que encarne una revolución del amor o los valores democráticos, para mí se trata del vértice del totalitarismo izquierdista en el país, la careta progresista que cubre el rostro del comunismo, una amenaza a las libertades políticas, civiles y económicas de las que hoy gozan los ciudadanos. Petro es, en síntesis, un falso mesías, como tantos en la historia del mundo, a quien hay que observar, vigilar y controlar de cerca, ya que de otro modo podría ser el principio del fin de la democracia y la cabeza de una dictadura de corte castrista sin precedentes —y tal vez sin fin— para Colombia.


Jair Peña Gómez es analista político y periodista colombiano.

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