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Republicanismo vs. democracia: la batalla crucial del constitucionalismo en EEUU

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Las primeras expresiones de un sentimiento de pertenencia nacional en EE. UU. aparecieron en la segunda mitad del siglo XVII, en el imaginario patriótico de los puritanos que se asentaron en tierras americanas. Eso explica que, en los discursos de muchos de los primeros gobernadores, John Endicott, Thomas Hooker, John Davenport, incluso del cuáquero William Penn, fundador de Pennsylvania, su visión patriótica se practicaba desde un ejercicio de dualismo ciudadano con el imperio británico y siempre encaminado a la defensa del estatus quo. Si para ellos la colonia era la patria, la nación seguía siendo Gran Bretaña.

La revolución americana no necesitó el terror ni la tiranía para perpetuarse. Las ideas de la Patria y el Estado germinaron gradualmente en el imaginario de las élites postcoloniales. Durante este periodo, se articuló toda una nueva discursividad moral y cívica sobre el devenir del ideario republicano.

Por tanto, el correlato del constitucionalismo fue el discurso de la evolución natural de la ciudadanía deseosa de ejercer sus derechos constitucionales por medio de mecanismos representativos que la relacionaran con el Estado nacional.

De tal forma que el paso de la identidad compartida a una conciencia nacional no se consolidó sino hasta finales del siglo XVIII con la aparición de la Declaración de Mecklengurg, considerado el primer texto independentista y soporte conceptual sobre el que más tarde se desarrolló progresivamente el orden estamental y corporativo de la nueva nación, sobre la base del carácter electivo del poder político y la división de poderes.

El debate del establecimiento de un Estado Federal, cuya esfera de autoridad pugnaba con los poderes públicos estatales, fue el tema jurídico-político medular en la nueva nación a partir de 1787.

La tradición política ha sido muy díscola al centralismo federal. El diseño de la estructura nacional pasaba por concebir una representación de gobierno que fuese lo suficientemente fuerte como para proteger los derechos fundamentales del individuo, pero sin que llegase a ser excesivamente arbitrario o monopolizador como para que se convirtiera en opresiva.

Sólo con Abraham Lincoln y los unionistas se consigue imponer la tesis de que para constituir una nación moderna y democrática no bastaba con establecer que todos los ciudadanos son creados libres e iguales ante la ley. Antes, y para asegurar esos derechos, era necesario que esa nación instituyera un Estado soberano de unidad en la diversidad, bajo la forma republicana de gobierno cuyos poderes legítimos derivasen del consentimiento de los gobernados.

¿Por qué la Carta Magna de EE. UU. no alude en su articulado a la palabra democracia?

La explicación hay que buscarla en la lógica desconfianza de los Padres Fundadores hacia lo que se conoció posteriormente como el experimento totalitario de Robespierre con su “república democrática”. Anticipándose a la terrible experiencia francesa, los redactores de la Constitución acordaron el establecimiento de una “Federación de Estados” en lugar de una nación democrática. El modelo de república garantizaba la defensa contra la presumible amenaza del populacho a la libertad.

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“Estas premisas, que formarían parte del derecho civil primario de un sistema genuino de libertades públicas, no son compatibles con el modelo de la democracia, donde supuestamente la mayoría gobierna por medio de sus representantes electos”. (EFE)
Democracia sin control

Una frase de James Madison en “El Federalista LXIII” nos persuade de esto: la representación “puede ser necesaria en ocasiones para defender al pueblo contra sus propios errores e ilusiones transitorias”. Quienes se guiaban por este principio buscaban proteger, desde el marco constitucional, los derechos ciudadanos de los peligros de una democracia popular sin control.

Había que evitar a toda costa que los órganos del Estado se convirtieran en beneficiario exclusivos de los derechos civiles y políticos. Ello explica por qué en las posteriores primeras 10 enmiendas se establecieron una serie de reformas constitucionales para proteger los derechos individuales frente al injerencismo de la democracia popular.

La revisión crítica más concluyente sobre el concepto de democracia, en tanto forma de organización del Estado cuyas decisiones colectivas dependen de la arbitrariedad de los representantes, aparece en el pensamiento político de John Adams. “Téngase presente que la democracia jamás perdura. Enseguida se echa a perder, queda exhausta y, finalmente, acaba consigo misma. Todavía no ha nacido la democracia que no se haya suicidado”.

En la misma línea, James Madison alertaba en el número 10 de los “Federalist Papers” sobre los grandes peligros que comprende el gobierno de la mayoría cuando utiliza la legitimidad de determinadas prácticas antirreglamentarias que de otra forma serian consideradas tiránicas. “Frecuentemente las medidas que se adoptan no están guiadas por la justicia y el respeto a los derechos de la minoría, sino por la fuerza arrolladora de una mayoría despótica e interesada”.

Es compresible que los Padres Fundadores votaran a favor de un sistema republicano en el que los derechos antecedieran al Estado sobre la base del Imperio de la ley. De manera que el sujeto de derecho no fuese el Estado y sus corporaciones, sino la ciudadanía.

Uso arbitrario del poder

En la medida que la libertad política es ejercida por el ciudadano, —nunca por la organización estatal   misma—, los ciudadanos y los servidores públicos podrían estar sujetos a las mismas normas. Evitando dicho corporativismo que incide directamente en la esfera representativa, el Estado sólo podría intervenir en la sociedad civil para proteger a los individuos de la violencia y el fraude, pero de ningún modo para interferir en los intercambios pacíficos y voluntarios de los ciudadanos.

Estas premisas, que formarían parte del derecho civil primario de un sistema genuino de libertades públicas, no son compatibles con el modelo de la democracia, donde supuestamente la mayoría gobierna por medio de sus representantes electos. En este caso, la ley depende únicamente de lo que establece el Gobierno, quien concede y despoja derechos ciudadanos a la medida de sus intereses.

Los redactores de la Constitución, conocedores de los peligros que entrañaba el gobierno de la mayoría, introdujeron en la ley fundamental varias cláusulas para ponerle freno a estas aspiraciones totalitarias. Ello explica, por solo citar un par de ejemplos, que para corregir la Constitución se requiere el voto favorable de dos tercios del Congreso. Y que al presidente de la nación lo elige el Colegio Electoral, no el voto popular.

La insuficiente conocida deriva histórica de que la perversión del concepto del derecho ha facilitado la aparición de las democracias totalitarias, tan inútiles en la defensa de las libertades personales como permeables frente a los manejos de grupos de poder que logran hacer del Estado un instrumento a su servicio, encuentra en la obra de Friedrich Hayek, “Derecho, legislación y libertad: una nueva formulación de los principios liberales de la justicia y de la economía política”, una formidable tesis para advertir sobre este asalto al Estado utilizando el cuño legitimador de la democracia.

“Durante dos siglos, desde el fin de la monarquía absoluta al nacimiento de la democracia ilimitada, el gran objetivo del gobierno constitucional se cifró en limitar todos los poderes del gobierno. Los principios fundamentales que fueron afirmándose gradualmente para evitar cualquier ejercicio arbitrario del poder fueron la separación de poderes, la soberanía del derecho, el sometimiento del gobierno a la ley. (…) todos estos grandes principios liberales pasaron a segundo plano y hasta fueron casi olvidados cuando se pensó que el control democrático del gobierno hacía superfluo otro baluarte contra el uso arbitrario del poder”.

Por desgracia, el debate que tiene lugar hoy en EE. UU. sobre el Colegio Electoral o la composición de la Corte Suprema es sólo una maniobra orquestada por la extrema izquierda, con el silencio cómplice del Partido Demócrata, para ocultar el verdadero litigio constitucional que quieren promover: la sustitución de una república democrática, donde se respete el Estado de derecho, por el modelo de una democracia tiránica con funcionarios y jueces corruptos, grandes restricciones a la libertad económica, altos impuestos y limitaciones a los derechos individuales, de expresión y creencias.

Juan Carlos Sánchez, journalist and writer. His columns are published in different newspapers in Spain and the United States. He is the author of several books and is preparing the essay "Nación y libertad en el pensamiento económico del Conde Pozos Dulces" // Juan Carlos es periodista y escritor. Sus columnas se publican en diferentes diarios de España y EE.UU. Autor de varios libros, tiene en preparación la obra de ensayo “Nación y libertad en el pensamiento económico del Conde Pozos Dulces”

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