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3 luces sobre la progresía

Imagen: EFE/EPA/ERIK S. LESSER

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La progresía es clave, porque la censura en contra de Trump y el ataque sistemático contra Parler dejan claro que hay un movimiento peligrosamente autoritario, peligrosamente poderoso y peligrosamente distinto a lo que habíamos visto.

Yo mismo me he referido a este movimiento como “la izquierda radical”, las “élites” o el “marxismo cultural” pero esas definiciones se quedan pasmosamente cortas.

  • Ese movimiento no es de izquierda radical en el sentido tradicional, pues no reivindica muchas de las prioridades tradicionales de la izquierda y por el contrario refleja un desprecio cada vez más evidente hacia los trabajadores y sus necesidades, que han sido desplazadas por una marabunta de nuevas banderas.
  • No son necesariamente las élites. Muchos de sus integrantes y activistas distan ampliamente de ser catalogados como élites bajo cualquier definición razonable; mientras que otras personas, que sí son élites, están en contra de ese movimiento.
  • Tampoco es marxismo cultural, porque (incluso aunque algunos de sus integrantes retomen a Marx como figura) no se ajusta a la disciplina ideológica del marxismo, a las que en todo caso considera como un mero instrumento.

No, esto es algo distinto. Es un movimiento al que podemos definir como “progresía” y sobre el cual es necesario arrojar algo de luz. He aquí tres luces sobre la progresía:

Primera luz: no es una conspiración, sino un consenso.

Las teorías de la conspiración, desde Qanon hacia abajo, pretenden que existe una especie de complot o de acuerdo explícito entre varios centros de poder, para someter al mundo y controlarlo de manera estructurada. Sin embargo, a la luz de lo que sabemos a mí me queda claro que no estamos ante una conspiración en el sentido tradicional.

No es que se hayan reunido todos los liderazgos de este movimiento en el jardín de George Soros a comerse un asado vegano mientras planeaban los detalles de su plan mundial. No, la progresía es un consenso; es decir, un movimiento que se organiza de forma mucho más descentralizada, pero es articulado a través de dos ideas transversales aunque no siempre explícitas: el repudio hacia el orden establecido y la necesidad de construir un nuevo orden, diseñado verticalmente por ellos a partir de lo que pudiéramos llamar “igualdad planificada”.

Para ser parte de la progresía no es necesario jurar con sangre. Basta con asumir como propios los postulados de sus focos ideológicos. Todas sus banderas son instrumentales para ese propósito: cooptan temas como el aborto, el veganismo, el ecologismo, el socialismo, el islamismo, el feminismo, y los adaptan a su agenda, convirtiéndolos al mismo tiempo en mecanismos de reclutamiento y de presión pública.

Si observamos con cuidado notaremos que esas banderas tienen en común el rechazo al orden establecido y la idea de construir un nuevo orden “diseñado” desde cero. Curiosidades como los “LGBT por Palestina” (donde la homosexualidad es ilegal) nos hablan no sólo de una disonancia cognitiva, sino también de que las banderas son meros instrumentos.

Esencialmente, la progresía se monta en todos los mecanismos que le permitan debilitar cualquiera de las estructuras o lealtades que puedan competir con su proyecto. Por eso va sistemáticamente contra las familias. Por eso es antioccidental. Por eso es fervientemente globalista, porque la idea es reemplazar las estructuras e identidades previas con nuevas identidades, prefabricadas por ellos mismos.

Dicho esto, no es que pretendan sean comunistas en el viejo estilo. De hecho, son bastante corporativistas, y eso nos lleva a la segunda luz.

Segunda luz: es un ecosistema con 4 ejes (prensa, academia, gobierno y empresas).

Un claro ejemplo de la progresía fue lo que pasó el año pasado con “Black Lives Matter” (BLM). Hagamos un poco de memoria: el 25 de mayo, un grupo de policías arrestó de manera inadecuada a George Floyd y desencadenó su muerte. Algunos activistas se lanzaron a las calles a destruir estaciones de policía e incendiar negocios, y de forma prácticamente simultánea las figuras de la prensa industrializada, las grandes empresas y los referentes de opinión se lanzaron a justificar el movimiento y convertir en héroes a sus participantes.

Rápidamente transformaron a Floyd en un héroe internacional y a BLM en una institución sagrada, con millones de personas poniendo cuadros negros en sus perfiles de Facebook, con las grandes empresas sumándose al activismo y con la clase política literalmente de rodillas ante el movimiento.

Ahí quedó a la vista el ecosistema de la progresía: Los académicos que radicalizan a sus estudiantes por medio las “teorías críticas” y delirios semejantes; los activistas y grupos de choque, que se lanzan a la calle a imponer sus agendas por medio de la violencia y la intimidación; la prensa industrializada que los convierte en héroes; las empresas que se someten esa agenda, ya sea porque sus directivos fueron radicalizados en la universidad o porque la progresía les resulta estratégicamente provechosa; los políticos que se “someten” a la supuesta voluntad popular y,  finalmente, las millones de personas que participan, ya sea por seguir alguna de las banderas antes mencionadas o porque simplemente ven la modo y quieren ser populares.

Tercera luz: es un movimiento cada vez más intolerante y autoritario.

Una consecuencia del éxito con el que ha avanzado este movimiento en los últimos años es que han construido una gigantesca cámara de eco y una convicción cada vez más profunda de que el futuro les pertenece. Ambos ingredientes están cocinando un estofado autoritario, que empieza a salirse del ámbito de lo político para asumir matices que nos recuerdan los peores momentos del siglo 20.

Si algo ha quedado claro en las últimas semanas con el ataque en contra de Trump, las amenazas de listas negras para acabar con las carreras de sus colaboradores y la guerra en contra de Parler, es que no solo pretenden una lucha política y una victoria electoral, sino un exterminio ideológico. Su objetivo es eliminar del debate público toda referencia de aquellos a quienes consideran opresores o impuros. Cada vez más, la cultura de la cancelación, impulsada por la progresía, adquiere el ímpetu y el aroma de las leyes anti blasfemia y de los juicios por herejía.

Hace unos años, el que alguien pudiera ser expulsado de la universidad, despedido de su trabajo o callado masivamente en las redes sociales a causa de sus opiniones políticas hubiera parecido no solo indignante, sino inverosímil. Hoy es una realidad, incluso para el presidente de los Estados Unidos, con lo que la progresía envía una clara advertencia a todas las demás personas: o se someten o serán anulados.

Quizá una de las mejores síntesis del creciente totalitarismo de la progresía es la planteada por el periodista mexicano Pablo Majluf cuando celebró en Twitter que “Empieza una gran operación pedagógica que revisará y condenará al trumpismo y sus facilitadores para desenquistarlos de la sociedad. Intelectuales, artistas, académicos, educadores, deportistas, todos serán nuevos guardianes”.

“Gran operación pedagógica”, “revisará y condenará”, “desenquistarlos de la sociedad”, “intelectuales, artistas, académicos, educadores, deportistas, todos serán nuevos guardianes”. Esos conceptos parecieran sacados de una novela distópica o de un manual de relaciones públicas para campos de exterminio, pero es real, y la progresía lo presume. Ese mismo eco de rituales de limpieza y campañas de reeducación corre por los pasillos de la prensa y la maquinaria política americana.

Básicamente han pasado del “coexistir” al “exterminar” y eso es verdaderamente grave, porque se trata de un movimiento con el poder suficiente como para cumplir esas amenazas. La potencia de la progresía quedó plenamente de manifiesto esta semana, y con Biden como aliado (más o menos voluntario) en la Casa Blanca ese poder se incrementará drásticamente.

Ya no se trata solo de izquierda contra derecha (aunque ambas palabras seguirán usándose porque son prácticas para encuadrar los debates). En la práctica, el nuevo enfrentamiento es entre la progresía y todos aquellos que no nos sometamos a ella. Y no nos someteremos.

Gerardo Garibay Camarena, is a doctor of law, writer and political analyst with experience in the public and private sectors. His new book is "How to Play Chess Without Craps: A Guide to Reading Politics and Understanding Politicians" // Gerardo Garibay Camarena es doctor en derecho, escritor y analista político con experiencia en el sector público y privado. Su nuevo libro es “Cómo jugar al ajedrez Sin dados: Una guía para leer la política y entender a los políticos”

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