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Una serie de eventos desafortunados

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Tomé el título de una obra literaria —bien adaptada al cine— que usted, amigo conservador, podría o no conocer. No por el libro. Sino porque no encuentro mejor forma de titular lo que trataré. Los Estado Unidos han sufrido la confluencia de una serie de eventos desafortunados que nos han colocado a todos —sí, al planeta entero— al borde de un abismo totalitario de miseria material y moral, justamente cuando la humanidad podría dejar atrás —de una vez y para siempre— la pobreza secular que ha sido el triste destino de la mayor parte de nuestra especie, desde el principio de los tiempos.

Paradoja trágica. En el peor de los casos, vivimos el principio del fin de la civilización occidental. Y de ser así, veríamos el ascenso global de la barbarie y el totalitarismo. Y llegamos aquí, no por una conspiración de fuerzas oscuras, que sí existen, son diversas y poderosas, y en efecto conspiran cuando deben conspirar para hacer avanzar sus agendas, pero no son capaces de planear y ejecutar algo así. Porque carecen de la omnisciencia que requeriría una conspiración exitosa sobre todo un orden espontaneo impredecible. Y porque son variadas, se enfrentan unas a otras, se influyen unas a otras, se atacan unas contra otras a veces y otras cooperan unas con otras. No son una fuerza oscura única centralmente dirigida.

Los eventos desafortunados han sido muchos. Y confluyen accidentalmente en un escenario profundamente desafortunado para la causa de la libertad. Pero me limitaré a un par de los que nos han traído hasta aquí. Porque en los Estados Unidos ocurrieron dos eventos —y digo evento en un sentido muy amplio— que mejor sería denominar procesos —de mediano y largo plazo— que por sí solos habrían causado daño, pero mucho menos del que su confluencia accidental causó. El accidente fatal fue que se retroalimentaran magnificando efectos negativos en lo que me niego a denominar —por bien que suene— tormenta perfecta. Es cualquier cosa menos perfecta. Precisamente porque está lejos de serlo hay esperanza. Es posible resistir al mal. Y recuperar la senda de libertad y prosperidad —ante nosotros todavía abierta— a escala hasta hace poco inimaginable.

El primer evento desafortunado fue la toma de la academia estadounidense por la ultraizquierda neomarxista. Empezó a mediados del siglo pasado. En medio de la guerra fría entre USA y la URSS. Ambiente hostil pero fértil para los astutos neomarxistas, con su exótica síntesis de marxismo y psicoanálisis, con toques de existencialismo y orientación a la deconstrucción, del lenguaje mismo, antes que nada. Pero ¿cómo y por qué un grupúsculo de radicales exóticos con teorías raras, que el marxismo ortodoxo soviético despreciaba y la academia liberal —en el sentido americano del término, entonces ya radicalmente diferente al europeo o hispanoamericano. Y hoy completamente opuesto— veían como exótica curiosidad fascinante, llegó a desarrollar e imponer toda una nueva cultura política profundamente antiamericana en las mejores universidades de los Estados Unidos? Pues porque usaron las tácticas de otra cultura política totalitaria, la de la ortodoxia soviética, para adelantar una estrategia que los marxistas ortodoxos veían como una ridícula desviación “izquierdista” extraviada. Pero con potencial para debilitar la cultura política de los Estados Unidos a los que disputaban la hegemonía global. Y apoyarían todo lo que pudiera debilitar al enemigo desde dentro.

Los viejos liberales progresistas vieron con simpatía —por razones que consideraron buenas y otras  inconfesables— los esfuerzos de la ultraizquierda académica por excluir a los conservadores de la Universidad. Y de tácticas, prácticas y teorías de los filósofos del neomarxismo emergió, poco a poco, la cultura política de la cancelación. Si los liberales de viejo cuño no hubieran sido —no solo tolerantes sino complacientes— con el avance del totalitarismo en la academia. Si no hubieran sumado a su simpatía ideológica por la ultraizquierda —y por la, para ellos, fascinante verborrea neomarxista de Frankfurt— a los inconfesables motivos de avance para sus propias carreras que la exclusión de los conservadores les otorgó en más de un sentido. Si no se hubieran sentido invulnerables ante las prácticas intolerables de la cancelación en ascenso. No habría pasado. Pero pasó. Y los pocos que siguen siendo liberales —en el izquierdista sentido de la palabra en los Estados Unidos— a la manera del progresismo tradicional americano, con luces y sombras, que van de los derechos civiles a la eugenesia racista —siempre mal disfrazada y hoy más vigente que nunca— sufren la cancelación como si conservadores fuesen. El resto —abrumadora mayoría— abandono hace tiempo su vieja cultura política progresista adoptando la nueva cultura política de la cancelación. Su camino empezó en Dewey, siguió por Rorty y llegó finalmente a Marcuse. Rorty, como me ha recordado el Profesor Eric C. Graf, glorificó la figura del “académico activista” abriendo paso a Frankfurt, aunque al final de su vida “intentaba cambiar su tono y veía lo que se nos venía encima, tiene que llevarse algo de la culpa”.

Pero no habría llegado tan lejos sin un público objetivo perfecto para su mensaje, que no eran los activistas universitarios de los convulsos años 60 y 70. Esos no lograban interiorizar la “tolerancia liberadora” que Marcuse les proponía desde 1965 —la cancelación empieza con su ensayo Tolerancia Represiva— pero sí la generación de infantes eternos, ofendidos por la realidad misma, en permanente y violenta pataleta. Incapaces de debatir y negados a escuchar. Y esa generación salió de otros eventos desafortunados. Dos en particular. Para las clases altas y medias, de la moda de sobreprotección y temor a la disciplina traumatizante. Empeorado en las clases medias por ser una generación criada en guarderías. Y en clases bajas —especialmente afroamericanas— por la destrucción familiar mediante incentivos perversos de la asistencia social. Y el clientelismo al que abrió paso. El público ideal de la cancelación fueron esos niños malcriados incapaces de procesar la menor adversidad, exigiendo a universidades, empresas y gobierno, el hogar que nunca tuvieron. Hoy fanáticos creyentes de quienes se lo prometan.

Guillermo Rodríguez is a professor of Political Economy in the extension area of the Faculty of Economic and Administrative Sciences at Universidad Monteávila, in Caracas. A researcher at the Juan de Mariana Center and author of several books // Guillermo es profesor de Economía Política en el área de extensión de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Monteávila, en Caracas, investigador en el Centro Juan de Mariana y autor de varios libros

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