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Estados Unidos perdió su guerra más larga y el mundo no será igual

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Son casi veinte años de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001. Ese día el mundo cambió para siempre. Cuando el primer avión impactó contra una de las Torres Gemelas, era claro que millones estábamos presenciando, desde nuestros hogares, colegios o trabajos, un parteaguas en nuestras vidas. Luego ocurrió el segundo impacto. Era evidente: estaban atacando a Estados Unidos y, con ello, estaban atacándonos a todos en Occidente. Nos declararon la guerra. Nuestra guerra.

Desde que empezaron los conflictos mundiales, Estados Unidos no había recibido un impacto tan letal, tan costoso y tan doloroso como el de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Y no era un Estado, otra potencia, la que asestaba el golpe. Ni la Unión Soviética, ni los Nazis, ni el Imperio Japonés habían logrado impactar con todo al corazón de Estados Unidos, llevándose consigo la vida de miles de hombres, mujeres y niños. Esa mañana el autor de la tragedia era una organización paramilitar, tribal, casi cavernaria, motivada por una complejísima pasión ideológica.

El surgimiento de Al Qaeda abría consigo una nueva era. Ya los conflictos no serían iguales, convencionales, de ejércitos contra ejércitos, sino irregulares. De un Estado contra fantasmas e ideas. Ya no sabríamos quién era realmente el enemigo, dónde estaba y qué quería. Podía ser desde un pakistaní que maduró entre el odio hacia lo que no es como él y el dogmatismo; o un británico mentalmente inestable que gracias al internet se enlistó en una de estas organizaciones.

No era el dinero, la ambición política o el deseo de venganza lo que motivaba a este nuevo enemigo. La ideología y las creencias bastaban para que un hombre empuñara una metralleta y entrara a un restaurant en una capital europea a matar a diestra y siniestra, niños, mujeres u hombres. Este, complejo y apasionado, era el nuevo enemigo de Estados Unidos. Pero solo se necesitaba un rostro y un nombre para empezar la guerra y mandar las tropas. Osama Bin Laden, barbudo, un saudí millonario y líder de Al Qaeda, fue el hombre que motivó la incursión militar en Afganistán del 7 de octubre de 2001.

A la mañana siguiente del 11 de septiembre, cualquier acción que buscase hacerle pagar a los asesinos de más de tres mil personas estaba justificada. Cualquier decisión, por más grande que fuera el sacrificio, encontraría respaldo si eso implicaba imponer justicia. En Estados Unidos y en el mundo occidental se condenó al unísono el terror y se construyó la narrativa para armar la guerra.

Veinte años después, más de un trillón de dólares (mucho más que el viaje a la Luna, el Proyecto Manhattan o el Plan Marshall) y la muerte de más de dos mil soldados en combate, la guerra contra el terror terminó. Este 30 de agosto, con la salida del último soldado americano de Afganistán, se sella el conflicto más largo en el que Estados Unidos ha estado sumido y, en consecuencia, termina una era. Pero no termina bien, al menos para los buenos. Estados Unidos perdió y los malos, en este caso el terrorismo islámico, celebran victoriosos, con ráfagas al cielo.

Las imágenes desde Kabul son abrumadoras. El último espacio controlado por los americanos antes de su retirada, el aeropuerto de la capital afgana, fue tomado por el Talibán. Caminan dentro del hangar unos hombres con el uniforme de los Marines. No son americanos. También portan las armas de los Marines e inspeccionan los helicópteros de la Fuerza Aérea que Estados Unidos dejó abandonados. Alzan el puño, cantan: «¡Allahu Akbar!». Festejan, triunfantes, la derrota de Washington. De Washington y del mundo libre, hay que decirlo.

La guerra que empieza

Quizá siempre fue irreal la idea de ganarle a este nuevo enemigo, que se multiplica y, como bien escribió Oriana Fallaci, está en todos lados. No solo en los países Árabes, sino en todas partes. «Y los más aguerridos», dice Fallaci, «están precisamente en Occidente».

Quizá la guerra se perdió desde el momento en que inició. Quizá la idea de ganarle a una ideología que esparce el terror nunca fue posible, al menos con rifles y black hawks. Pero esto de estos últimos días se pudo haber evitado. La humillación, el costo nuevamente tan grande, ¡el asesinato de 13 soldados americanos, de tantos aliados y de lo que viene! Porque estos carniceros que han tomado el poder en Afganistán, el Talibán, o sea los mismos que se articularon con Al Qaeda para derribar las Torres Gemelas y que no guardan muchas diferencias con ISIS, no pararán. Volverán a exhibir su naturaleza barbárica y criminal, contra mujeres sobre todo.

Tristemente la retirada del último soldado americano de Kabul no quiso decir la salida de último americano de un país que ahora lo quiere muerto. De hecho, quedaron en Afganistán cientos de americanos desarmados, a merced del implacable y muy cruel terrorismo islámico. Eso, por supuesto, se pudo haber evitado. También el desmoronamiento del Ejército y el Gobierno afgano, al que hoy tanto les gusta culpar en la Casa Blanca de la tragedia que embarga a Medio Oriente y Asia. Porque Estados Unidos, que importó su sistema militar, dejó a los afganos huérfanos al llevarse la Fuerza Área, de la que dependen los Marines y de la que dependía, también, el ejército afgano.

Se pudo evitar la humillación y se pudo encontrar la alternativa para que Estados Unidos, luego de veinte años y de invertir tanta gente y tanto dinero, no perdiera la guerra contra el terror. Pero ya es tarde. En Kabul celebran los terroristas y en Washington entierran a los soldados.

Mientras, los enemigos de la Casa Blanca se deben sentir envalentonados, con China lista para tomarse Taiwán y Rusia para terminar de meterle las garras a Ucrania. La docilidad y fragilidad de una potencia tiene como consecuencia inevitable el fortalecimiento de sus enemigos. Y en este mundo la potencia, nuestra potencia, había sido Estados Unidos, y eso estaba bien.

Si un hegemon era necesario, que fuera el que valora la democracia, los derechos humanos y las libertades. Pero el mundo no será igual después de esta derrota. Cambió ya, y quizá para siempre. El futuro que asoma es, a diferencia de lo que fue el siglo XX, varias décadas dominadas por los enemigos de Occidente.

Orlando Avendaño is the co-editor-in-chief of El American. He is a Venezuelan journalist and has studies in the History of Venezuela. He is the author of the book Days of submission // Orlando Avendaño es el co-editor en Jefe de El American. Es periodista venezolano y cuenta con estudios en Historia de Venezuela. Es autor del libro Días de sumisión.

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