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Avatar y la integración horizontal de James Cameron

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A James Cameron no le hace falta éxito, ni reconocimiento ni dinero. Podríamos especular, además, que sus sueños y fascinaciones con los misterios del océano ya han sido satisfechos. Deducimos que su intención de continuar la franquicia de Avatar con Avatar: The Way of Water, si no obedece a una inmaculada motivación artística, entonces debe tratarse de una intención política. Parece que el director quiere aleccionarnos con algo.

En una taxonomía de su obra, desde Alien (1986), pasando por su Terminator, hasta su Avatar más reciente, develamos el patrón de una crítica al avance tecnológico sin eticidad, a la sobreindustrialización, incluso una denuncia de la torpeza de las castas militares. Es muy claro cuando nos advierte de la singularidad con Skynet, como aspecto terrorífico de la inteligencia artificial. Por otro lado, es generoso en sus simpatías por el conservacionismo, por la comprensión no-antropocéntrica de la naturaleza y por las mujeres fuertes y heroínas.

En su dupla pandoriana observaremos que los Na’vi no tienen denuedo en utilizar metralletas y explosivos, en franco paralelismo guerrillero con el conflicto de Vietnam —de hecho, en la segunda entrega hay un niño intérprete, de moralidad cuestionable, que posibilita la crítica hacia el rol que tuvo la antropología durante esa guerra—. Tampoco tienen demasiado problema en aceptar individuos híbridos en su sociedad. Asimilan y utilizan la clonación y las fecundaciones in-vitro. Aprenden a comunicarse por radio. Un pueblo bastante pragmático, la verdad.

La aceptación o rechazo de tecnologías siempre es precedida por una dimensión sociopolítica local. Primero hacen falta faraones para luego construir la Necrópolis de Guiza; así como una estricta ética samurái se opondría, como en efecto lo hizo, al uso de armas de fuego, por más eficientes y factibles que fuesen. A través de la técnica podemos diagnosticar sociedades. Así las cosas, ¿qué nos dice la técnica en los Na’vi respecto a su sociedad? Más significativamente, ¿qué nos está promoviendo Cameron, el verdadero demiurgo de ese universo, encondido tras la cuarta pared, afuera del tiempo?

Pues, podría sorprender que los idílicos Na’vi se parecen mucho a las etnias minoritarias contemporáneas, sin arraigo ortodoxo y ya inmersas en el intercambio postindustrial del mundo globalizado. La antropóloga Ann Jordan explica que en realidad los pueblos «descubiertos» toman de quienes los descubren sólo lo que necesitan y lo resignifican. La Coca-Cola se usa en Rusia para reducir las arrugas, mientras que en Haití se utiliza para revivir a los muertos y en Barbados para convertir cobre en plata. No hay pérdida total de identidad en este proceso, sino más bien un aprovechamiento y resignificación de la cultura foránea.

Mientras menos presentes estén los mitos fundacionales, mientras menos trascendente sea el sentir de la identidad, menor es el arraigo propio y menos resignificación se aplica a los artefactos foráneos. Es precisamente lo que ocurre con los apertrechados y partisanos Na’vi, de quienes, quizás, un argumento a favor desde su lugar de enunciación es que siempre será válido utilizar las mismas armas del tecno-capitalismo o del «sistema» para destruirlo desde adentro. Incluyendo la democracia, desde luego, que es otra técnica. Por cierto, hace tiempo que éste es el argumento de los comunistas con iPhone.

Este comportamiento de los Na’vi, capaz de integrarse horizontalmente con todo sin cuestionarlo demasiado, tan diferente a lo registrado en la Antigüedad y Medievo, se parece empero a nuestra forma contemporánea de asimilar tecnologías. Nuestros aparatos simplemente son cajas negras que funcionan y utilizamos sin más. Nuestro cuerpo, por su parte, constituye también una materialidad equivalente con nuestro entorno (físico y digital) y por lo tanto puede ser modular e intercambiable.

Las potencialidades de Neuralink y su equivalencia entre ADN y bits aparecen en el filme, cuando algunos personajes reencarnan en cuerpos nuevos y con el respaldo de sus memorias de vida pregrabadas. Esta separación cartesiana entre alma y cuerpo es la simiente, entre otras cosas, de los dilemas actuales acerca de la performatividad del género.

Al contrario de lo que podría pensarse, los nativos de Cameron no son panteístas, aún y cuando sublimen con Eywa. En la primera entrega de Avatar se explicita que todo el bioma está hiperconectado, a modo de internet de alta velocidad, como consecuencia de un refinado y antiguo proceso evolutivo. Todos los fenómenos en el planeta son materiales, y sólo se contraponen en términos de cantidad, tanto de conexiones como de rapidez, con el estado evolutivo de los terrícolas y sus máquinas. Máquinas, dicho sea de paso, que cada vez son más orgánicas, y que permiten deducir y proyectar los eslabones perdidos entre ellas y el ecosistema. Ahí quedaría patente nuestro supuesto primitivismo como especie.

En la modélica sociedad Na’vi no hay un principio vertical y externo que rija sobre las manifestaciones de la vida y su cotidianidad. Reina, más bien, el «somos polvos de estrellas», que es la versión secular del Más Allá.

Pero esta espiritualidad aparente se comprende mejor si analizamos la sensibilidad del director, antes agnóstico y ahora ateo. Como ha identificado Ángel Faretta, crítico y teórico del arte, tras la simplicidad aparente de los guiones de Cameron se esconde una operación con símbolos tradicionales que son comunes a varias religiones. Pero, complementando la aguda observación del maestro, se trataría ésta de una operación truncada, cuando no invertida. Una auténtica crucifixión de Pedro.

En Terminator (1984), es el hijo quien envía al padre al mundo para salvarlo. En Titanic (1997), Jack cena con pan y vino en conjunto con doce comensales soberbios y aburguesados. Rose es salvada por un madero y no junto a su amado, como pareja y humanidad potencial —Jack tenía que morir para que el símbolo (invertido) funcione—. Por su parte, es cierto que Jake Sully cae del cielo, se encarna en el mundo pandoriano, lo padece y decide sacrificarse por él para salvarlo. Sin embargo, proviene de un mundo caído, que es la Tierra. Sully viene de arriba pero no de las alturas.

En 2007, Cameron documentó el descubrimiento de la tumba de Talpiot, asegurando además que poseía un pequeño fragmento de la osamenta de Cristo. Recordemos que en el Cristianismo la Resurrección es un hecho histórico y atestiguado, y no simplemente una revelación teológica. Con ese trabajo, Cameron pretendía derrumbar el pilar del credo. 

Por esta serie de razones podríamos asegurar que las lecciones que no se dan son mejores que las lecciones incompletas. Hay que tener cuidado con las novenas puertas.

Quizás sea por eso que en Avatar no vemos muestras de inteligencia artificial—al menos no explícitamente. Es curioso que en esta diégesis, con terrícolas tan avanzados tecnológicamente y tomando en cuenta los trabajos previos del director, no hay androides. No hay terminators que sometan a los rebeldes, cuestión que definitivamente no entrañaría conflictos morales con los ambiciosos humanos de la trama.

Sucede que el planteamiento de una inteligencia artificial nos confronta necesariamente con la dialéctica entre creador y creación. Mientras más entendemos a las máquinas, más nos enfrentamos a una teología de la técnica. Y Cameron parece evadirla a consciencia. A su cruz invertida le quitó el travesaño vertical.

Ojalá que Cameron profundice un poco más sobre el «camino del agua», de modo que pueda darse cuenta de que el desierto es el espacio simétrico del océano, y que los misterios de uno y del otro son solidarios entre sí. Con un poco de suerte, en una reunión entre jeques millonarios y tecnólogos, puedan percatarse de que falta algo más en sus proyectos.

Salvador Suniaga
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