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El giro de China ante el COVID-19 expone a un régimen disfuncional

China’s COVID-19 About-Face Exposes the Dysfunction of Its Regime, EFE

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Por Michael Cunningham*

Desde 2020, China ha mantenido los controles más estrictos del planeta contra la pandemia. Justificó sus cierres draconianos alegando que eran necesarios para preservar vidas y señaló con orgullo su capacidad para mantener bajas las infecciones y las muertes como prueba de la superioridad de su sistema político.

Tres años más tarde, Pekín abandonó de repente su fracasada política de “cero COVID”, dejando a un sistema sanitario mal equipado y a una población desorientada para hacer frente a una creciente ola de infecciones que, según los expertos, podría causar más de un millón de muertes. En lugar de salvar a su pueblo de lo peor de la pandemia, el Partido Comunista se limitó a retrasar su agonía, provocando que los residentes se cuestionaran si los sacrificios de los últimos tres años habían servido para algo. Lejos de poner de relieve la eficacia del PCCh, el fiasco de la crisis del COVID-19 es el último recordatorio de lo ineficaz e irresponsable que es el régimen.  

El aspecto más revelador del cambio de postura del PCCh es lo poco que se sabe sobre cómo se tomó la decisión. No hubo debate público sobre sus ventajas e inconvenientes ni reconocimiento oficial de que se estaba barajando. Muchos observadores externos suponen que fue una decisión de última hora impulsada por las protestas que estallaron en toda China a finales de noviembre. Sin embargo, las revelaciones de que Pekín perdió el control del brote mucho antes de que comenzaran las protestas y que había solicitado asesoramiento sobre la relajación de las restricciones a expertos de Hong Kong a principios de ese mes sugieren que probablemente haya algo más detrás de esta historia. Una posible explicación es que las infecciones ya se estaban propagando tan rápidamente que seguir aplicando la política habría puesto de manifiesto su fracaso.  

Cualquiera que fuera la razón, el PCCh suprimió sus controles de la pandemia antes de que China estuviera preparada para hacer frente a las consecuencias. Aunque no se dispone de datos precisos y la mayoría de la gente ya no se somete a las pruebas, las estimaciones filtradas por funcionarios sanitarios chinos indican que solo en los primeros 20 días de diciembre se infectaron unos 250 millones de personas. En todo el país, los medicamentos para el resfriado y otros artículos de primera necesidad están completamente agotados. En muchos lugares, los hospitales están desbordados y, aunque la cifra oficial de muertos sigue siendo baja, los informes indican que los crematorios no dan abasto.  

Lo que más ha sorprendido a la gente no es que Pekín haya eliminado su política de “cero COVID”, sino lo repentinamente que lo ha hecho. Los observadores esperaban que con el tiempo se suavizaran las restricciones, pero la mayoría pensaba que se haría gradualmente a lo largo de varios meses, dando tiempo al Gobierno para aumentar la capacidad de la UCI y vacunar a su vulnerable población anciana. Esto habría encajado con la imagen de Pekín de Gobierno responsable que antepone la vida de sus ciudadanos a cualquier otra consideración.

Como mínimo, los observadores esperaban ver ajustes en la narrativa propagandística para sentar las bases del retroceso de la política. En cambio, vieron lo contrario. Días antes del cambio de política, las autoridades seguían insistiendo en que el COVID cero era el único camino a seguir, y los medios de comunicación estatales incluso censuraron los partidos de fútbol de la Copa del Mundo para que las imágenes de espectadores sin máscara no pusieran en duda la narrativa oficial. Solo después de que se abandonara la política cambió la narrativa.  

Retrospectivamente, era ingenuo esperar que la reapertura de China no fuera caótica. La campaña “Cero COVID” era, en el fondo, una campaña política del PCCh y, como suele ocurrir con este tipo de campañas, había tanto en juego políticamente que no se podía dar marcha atrás de forma ordenada.

A medida que la variante omicron se extendía en 2022, el Gobierno empezó a reconocer que el COVID cero era insostenible. Pero el PCCh había ligado su legitimidad a su capacidad para mantener el virus estrictamente controlado, y no pudo encontrar una salida viable. A mediados de noviembre intentó relajar algunas restricciones, probablemente como primer paso de una reapertura gradual. Pero estos ajustes provocaron aún más trastornos, ya que el virus se propagó a cada vez más lugares, donde los funcionarios seguían estando bajo presión para mantener los focos estrictamente controlados.

El principal defecto de la política china de “cero COVID”, como en anteriores campañas políticas, es que exigía tanto esfuerzo que los responsables de aplicarla no tuvieron más remedio que tratar a las personas como meras estadísticas. Era tanto lo que estaba en juego que apenas se pensó en los aspectos prácticos o en las consecuencias de sus acciones. Por eso los funcionarios y el personal médico tomaron medidas tan drásticas durante los confinamientos, como encerrar a los inquilinos en el interior de los edificios de apartamentos y negar atención médica vital a los pacientes con enfermedades crónicas.

La naturaleza política de la campaña “cero COVID” también impidió a los funcionarios prepararse para lo que vendría después. Entre mediados de 2020 y principios de 2022, China tuvo el coronavirus prácticamente bajo control dentro de sus fronteras. Como la pandemia no mostraba signos de remitir en el exterior, un gobierno responsable habría aprovechado este tiempo para aumentar la capacidad de las UCI y vacunar a su vulnerable población anciana. Sin embargo, los gobiernos a todos los niveles estaban tan ocupados aplicando la política de “cero COVID” que no realizaron esta labor fundamental. Como resultado, China está volviendo a abrirse sin estar preparada para el aumento de infecciones y hospitalizaciones que sus propios estudios advirtieron que se produciría.

Es demasiado pronto para saber cómo afectará la crisis del COVID-19 al PCCh y a su secretario general, Xi Jinping. Dado el empeño con el que el Partido ha vinculado su legitimidad a su capacidad para mantener bajos los niveles de infección por COVID-19, es probable que se avecinen importantes desafíos.

Es poco probable que estos desafíos amenacen el control del poder por parte del PCCh o la autoridad de Xi dentro del Partido. El PCCh ya se ha enfrentado grandes fracasos políticos en el pasado, y ninguno de ellos afectó seriamente a la posición del Partido o de su líder. Mao Zedong dirigió una campaña fallida tras otra, y ni siquiera el Gran Salto Adelante —que causó decenas de millones de muertos en medio de la peor hambruna de la historia provocada por el hombre— tuvo un impacto tan duradero en su prestigio.

La ruptura del “cero-COVID” puede hacer que Xi se retire temporalmente de la escena pública, como hizo tras el encubrimiento inicial en 2020. Pero Xi emergió de aquella crisis más poderoso que antes, y no hay indicios de que esta vez vaya a ser diferente. Después de todo, sigue controlando los servicios de propaganda y seguridad, y tiene tiempo de sobra para recuperarse antes de la próxima remodelación del liderazgo en 2027.

La pesadilla china del COVID-19 acabará pasando, pero las lecciones aprendidas no deben olvidarse. Todo lo relacionado con la respuesta de Pekín a la pandemia, desde su encubrimiento inicial, que contribuyó directamente a que una infección localizada se convirtiera en una pandemia mundial, hasta su deshumanizadora política de “cero COVID”, que causó tantos trastornos a la economía de China y al bienestar de su población, y ahora su abrupta decisión de abandonar los controles de la pandemia y dejar a esas mismas personas a su suerte frente a un virus al que estaban condicionadas a temer, contradice su discurso de gobernanza eficaz y demuestra lo ineficaz e irresponsable que es su régimen.


*Michael es investigador del Centro de Estudios Asiáticos de The Heritage Foundation.

Este artículo forma parte de un acuerdo entre El American y The Heritage Foundation.

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