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Con el papa nos hemos topado

papa Francisco, El American

TENGO RECUERDOS imperecederos de las primeras misas a las que fui de niño. Como la mayoría en nuestro país soy de una familia católica, si bien mi abuelo alemán era luterano al haber nacido en la Prusia Oriental. Pero cuando se casó con mi abuela venezolana le pusieron como condición que sus hijos debían ser católicos y cerciorarse de que asistieran a la iglesia. Mi padre también fue disciplinado en esa corrección e íbamos todos los domingos a misa, pero también a conciertos de música clásica, a galerías, a museos y a restaurantes. Los domingos eran variados y para descubrir el mundo. Recuerdo aquellas misas en la iglesia modernista de San José de los Altos con la liturgia en latín y el sacerdote de espaldas a la feligresía en algunos momentos. Aquel ritual misterioso, inasible, críptico y profundo me llenaba de emoción por la elevación y la distancia que suponía. Luego llegó el Concilio Vaticano II y la cosa se relajó. La respetable sotana (al último sacerdote que veía en sotana era al bueno del padre Pinto Salinas, capellán de la UCAB) fue sustituida por el clergyman, (clériman, en castellano. Una palabra que pocos utilizan) o simplemente los curas iban de sport con una crucecilla de madera colgada al cuello, y vino después todo aquel espanto de las misas con guitarra eléctrica, los cristianos de base y la sustitución de una ceremonia solemne por una completa informalidad. Las reuniones episcopales de Medellín (a la que por primera vez asistía un papa, Paulo VI) y Puebla y la teología de la liberación se encargaron de la politización de la iglesia. Algo que no resisto es el anticapitalismo de la iglesia latinoamericana. Mi colegio era laico y las clases de religión optativas, pero nunca dejé de asistir a ellas, como sí dejé de ir a misa. Paulo VI fue el jefe de la iglesia hasta que cumplí dieciocho años. Recuerdo que mi padre y yo estábamos en las afueras de Madrid entrando en un restaurant familiar y hubo un revuelo por la elección del nuevo pontífice: “¡De Venezuela, de Venezuela! ¡Han elegido a un papa de Venezuela!” gritaba una niña con emoción. Corrimos a la TV para darnos cuenta de que el humo blanco correspondía al cardenal Albino Luciani, arzobispo de Venecia, Juan Pablo I, que duró un mes y con una muerte súbita teñida de sospechas, bancos quebrados, logias y un arzobispo estadounidense corrupto y jefe de la pandilla.

Una de las grandes conquistas de la humanidad en cuanto construcción de la modernidad política ha sido la separación entre la Iglesia y el Estado, quedando la primera dentro de la dimensión privada del individuo y el segundo en la dimensión pública. Eso se consiguió después de un largo proceso sanguinolento y de enfrentamientos. Tanto la Paz de Augsburgo como la de Westfalia fueron hitos en esa separación de espacios e influencias entre católicos y protestantes. Quien lea la obra de Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, se encontrará que don Marcelino antes de entrar en la consideración del protestantismo invoca la ayuda de Dios y cuando termina escribe “con el remordimiento y el escrúpulo de haber dedicado tan largas vigilias a tan ruin y mezquino asunto”. Una de las singularidades de nuestra condición occidental evolucionada y depurada ha sido precisamente la formación de un Estado laico que hace que la polis se convierta en el espacio público para el ejercicio de la ciudadanía y que cada uno de los ciudadanos tenga en ese proceso el aseguramiento para la protección de sus derechos y el ejercicio de sus deberes. Ello no podría darse nunca en un Estado confesional. Las excepciones son el Reino Unido y algunas otras monarquías constitucionales como Dinamarca, donde priva la libertad de cultos. Eso no se pudo dar en la América española por la sujeción de la Corona a la Iglesia y al poder que le facilitó el Consejo de Indias. La Iglesia se inmiscuía hasta en la vida privada de los súbditos. Basta leer la relación de la entrometida visita pastoral del obispo Mariano Martí a la Diócesis de Caracas, donde ningún pecador se salva de su puntillosa vigilancia. Incluso, ese poder moral que pretendió fundar Simón Bolívar en la Constitución de Bolivia, en la que la vida privada sería escrutada, era una subrogación en la antigua función de la supervisión eclesiástica. 

Si bien la división entre el poder temporal y el espiritual ha sido una realidad contemporánea, la Iglesia ha querido mantener al menos una voz de alerta en el modo como se conducen las sociedades desde su auctoritas moral. No tanto ya como el papa Guerrero Julio II quien blandía la espada con la misma facilidad del misal. Al della Rovere le debemos la existencia de la Capilla Sixtina, pero también la necesidad de expedir bulas de indulgencia plenaria para recaudar fondos que financiaran la construcción de San Pedro, y que molestaron vivamente a aquel fraile agustino llamado Lutero. Los jesuitas entendieron siempre que su misión era también política. Por ello, nuestro bienamado rey don Carlos III los expulsó de los territorios de la Corona (“Por razones que me reservo en mi Real Pecho”, afirmaba en su Decreto) y restablecida su presencia, fueron echados de nuevo por lo menos en Venezuela por el Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco. A Roma en peregrinaje y con decisión tuvo que acudir don Henrique Pérez Dupuy para que el papa autorizara a la Compañía de Jesús a regresar a nuestro país a fundar instituciones educativas. Conocemos la labor de filigrana que realizó el papa Juan Pablo II en su apoyo al sindicato Solidaridad y al pueblo polaco para el colapso del totalitarismo comunista. Aquí hay que apostillar que uno de los modos que tuvo Polonia para sobrevivir al horror del comunismo soviético fue su fervor católico. Cuando el eminente teólogo Joseph Ratzinger renunció al papado, publiqué un artículo donde decía que el elegante prelado sabía monear muy bien sus impecables zapatillas rojas, y que sería deseable elegir papa al arzobispo de Salzburgo para otorgarle un tono mozartiano al Vaticano. Mi humor fue desestimado por varios lectores crispados que me dirigieron correos insultantes. Naturalmente, ninguno de los papas mencionados concitaba el odio que le tenían al papa León XII, de quien el gallego Álvaro Cunqueiro recuerda unos versos aparecidos a propósito de su muerte: “Tres disgustos nos diste, oh Padre Santo, / aceptar el papado, vivir tanto / y morir en Carnavales para hacernos llorar. / Pero si hubieras fallecido en Cuaresma, / León que en vida tanto mal hiciste, / algo bueno nos hubieras dado: / el placer de gozar dos carnavales”.

Hablar del papa no es contrariar a la Iglesia. De cualquier forma, aunque no estoy reclutado en la fe, tampoco me considero un anticlerical y mantengo un inmenso respeto por las creencias privadas de los demás. Y aquí es que nos topamos con el actual papa, Francisco. La elección de Bergoglio fue en principio refrescante por aquellas historias del cardenal que viajaba en autobús, que tenía una manera sencilla y austera de vida, que repudió la capa de armiño de Benedicto XVI. El hecho de que fuera de la vecindad agregaba un auspicioso color suramericano y la convicción de que la Iglesia estaba finalmente mirando a América como el gran continente de su feligresía a la que prestaba atención. Pero el problema es que Bergoglio tiene una visión política asentada en el engañoso juego de las utopías y la creencia de que Latinoamérica camina averiada por la existencia de poderes imperiales que la condicionan. Buscar un chivo expiatorio es siempre reconfortante. Además, dice las cosas incompletas y nunca por la calle del medio. 

Anteriormente, los papas hablaban a través de encíclicas o sus homilías dominicales. Hoy dan declaraciones como Britney Spears o el “cholo” Simeone. Recientemente, el papa Francisco ha hablado largamente con la agencia Télam, declaraciones que ha recogido el diario El País y ha sostenido conceptos del tenor siguiente: “ (…) hizo una firme defensa del perfil “popular” de la Iglesia latinoamericana y su papel emancipador en una región que, consideró, “será víctima hasta que no se termine de liberar de imperialismos explotadores” de acuerdo con la nota de ese diario firmada en Buenos Aires por Federico Rivas Molina el 1 de julio de 2022. De igual forma, señala: “La región tiene entonces el desafío de construir desde allí la unidad y “liberarse de los imperialismos” (…) “Latinoamérica todavía está en ese camino lento, de lucha, del sueño de San Martín y Bolívar por la unidad de la región. El sueño de San Martín y Bolívar es una profecía, ese encuentro de todo el pueblo latinoamericano más allá de la ideología. Esto es lo que hay que trabajar para lograr la unidad latinoamericana”, dijo Francisco a Télam.” El papa también apuntó: “No podemos volver a la falsa seguridad de las estructuras políticas y económicas que teníamos antes [de la Covid-19]. Así como digo que de la crisis no se sale igual, sino que se sale mejor o peor, también digo que de la crisis no se sale solo. O salimos todos o no sale ninguno”.

Quizá lo interesante y paradójico de su postura es que hable en plural de los imperialismos. No se sabe si lo hizo como un eufemismo para no remachar lo del “imperialismo norteamericano”, la frase gozosa y jubilar de todo socialista latinoamericano que ha endiosado la teoría de la dependencia. ¿A qué otros imperialismos se refiere el Santo Padre? ¿Al ruso, al chino, al cubano? Opto por la teoría de que se refugia en el eufemismo. Si verdaderamente condenara los imperialismos, no habría ido a visitar a Fidel Castro en 2015, mientras que rechazó reunirse con las Damas de Blanco. Eso supuso una escogencia y una decisión: se decantó por el Partido Comunista Cubano antes de mirar siquiera a la oposición. Respecto al sueño de unidad de Bolívar y San Martín, el papa recurre a la ilusoria interpretación oficial de la historia. Nuestra unidad cultural, geográfica y política existió hasta que la Independencia nos disgregó. No entender eso implica desconocer la historia verídica de nuestros pueblos. Y con relación a su última frase, salpicada de una generalidad insostenible y con un colectivismo soterrado, es demoler todo lo que tenemos porque vivimos en falsas seguridades políticas y económicas. Aquí no hay propuesta alguna. Últimamente, sus declaraciones no logran sino rechazo por lo menos entre los venezolanos que sí saben lo que significa perder la libertad. A mí me gustaría que el papa, a pesar de que lo prefiera otorgando apoyo espiritual más que temporal, condenara las dictaduras, que tuviera un verbo más encendido para iluminar la democracia, pero se extravía una y otra vez en el discurso de una izquierda oxidada y exclusivista. Aunque carezca de toda militancia religiosa, a veces siento nostalgia por Ratzinger.

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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