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Entre gustos y colores

Entre gustos y colores no han escrito los autores, rezaba un dicho pasado de moda que nunca fue cierto y al que hoy nadie puede tomar en serio. Porque si de algo se pontifica es del gusto. No se trata de escoger entre el amarillo pollito y el verde esmeralda, sino que el gusto modela una forma de vida, una apuesta política, una identidad y una visión del mundo. El gusto en principio es personal, individual, teniendo en cuenta nuestra disparidad y desigualdad, pero a medida que se concretan las afinidades ha pasado a ser parte de la identidad. No es lo mismo discutir sobre La noche de ronda de Rembrandt o Perro ladrándole a la luna de Miró, La montaña mágica de Thomas Mann o El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, que hacerlo sobre la oferta cultural que debe prevalecer en el mundo que vivimos o cancelarse si esta no es de la aprobación o del gusto de los mandarines identitarios de la opinión pública. Hay gustos auténticos, otros aprendidos y también impuestos por esas tiránicas corrientes de opinión que asfixian el juicio. Hay gustos beligerantes que no sólo se contentan con ser sino con imponerse. Muchos llaman a este enfrentamiento la batalla cultural, concepto que no me gusta porque plantea una dialéctica entre enemigos cuando del lado de los defensores de la libertad, nunca ha estado planteado solapar una idea sobre otra, sino que las diversas tendencias cohabiten armónicamente en el ejercicio de la paz y el mutuo reconocimiento. Pueden existir discrepancias y siempre las habrá, pero ello no significa escalar las diferencias hasta el punto de vista de los opuestos que se eliminan. Más bien, este juego de oposiciones puede generar un debate de ideas. Sin embargo, dada la polarización que ahora campea por el mundo, los gustos contemporáneos relacionados con la cultura identitaria vienen socavando la tolerancia, la democracia, la libertad de pensamiento y expresión y hasta la posibilidad de disentir. Los grupos identitarios forman una policía de opinión para cargar su criterio ante los demás. De víctimas del puritanismo o el racismo, algunos de los antiguos señalados han pasado a victimarios desde sus nuevas atalayas del pensamiento.

Me ha motivado a escribir estas líneas una entrevista aparecida en este mismo portal al doctor en Nutrición Guillermo Rodríguez Navarrete sobre el veganismo y toda su ortodoxia. Una de las cosas que explica el nutricionista es que “8.8 de cada 10 americanos están metabólicamente enfermos debido al consumo excesivo de vegetales, legumbres y cereales impregnados de Glifosato”. La dieta única, el menú vegetal diseñado por los ministerios de alimentación, no es más que un fracaso. Alimenten a un niño hambriento y anémico con carne, leche y huevos o denle quinua y maíz y midan en cuanto tiempo se recupera. Tuve un tío abuelo muy querido que no comía carne, se decía vegetariano o por lo menos no carnívoro. Vivió sanamente hasta los ochenta y seis años, pero en su vida jamás evangelizó a nadie sobre los beneficios de dejar la carne. Era su principio personalísimo y lo llevó como una actitud irreductible sin dar lecciones sobre cómo sentarse a la mesa y qué servir en un plato. Los veganos de nuestro tiempo, comenzando por el presidente del Foro Económico Mundial, según apunta Navarrete en la entrevista, adelantan una cruzada maniquea, una lucha entre el bien y el mal por el consumo de la carne. La excusa para que se abandone no es conclusiva: se pasea largamente desde las afecciones cardiovasculares hasta la emisión de gases.

A tales dislates se llegan en el rango de la opinión que un artículo de la BBC orientado a la sociedad del futuro firmado por Rachel Nuwer en 2016 sostenía que en los Estados Unidos “una familia promedio de cuatro integrantes emite más gases con efecto invernadero por comer carne que por conducir dos autos”. Esto se asegura alegremente, pero no se comprueba nada y se juega con la culpa personal y colectiva. Si ingiero carne estoy atentando contra mi corazón o estoy poniendo en peligro el planeta. El dilema nos persigue: me suicido o me convierto en genocida. No hay ninguna conclusión con ninguna de estas afirmaciones peregrinas. También se adereza toda esta lamentación con el maltrato animal, por la existencia de los mataderos, o que el metano de las flatulencias acabará con la naturaleza, cuando son parte de ellas, hecho por lo menos determinante. En todo caso, no puede haber receta única como tampoco pensamiento único. Todas estas posturas están adquiriendo un dogmatismo infalible. Y nadie tiene derecho a cancelación alguna. Quienes primero comienzan la campaña son los actores de esa babilonia hipócrita llamada Hollywood. Nicole Kidman en días pasados recomendaba que almorzáramos gusanos e insectos. De allí se explica su aspecto lánguido y melancólico. Prefiero no hacerle el más mínimo caso y confiarme con seguridad a los churrascos.

Una de las fiestas culturales más antiguas de la humanidad es la tauromaquia. Descrita por Platón en el Critias y el Timeo como el momento más solemne del país de los atlantes en el que en la afirmación anual de aquella mancomunidad política, uno de los reyes era escogido para enfrentar con un trapo y un madero a uno de los toros. Ese acto representaba el triunfo del hombre sobre la animalidad, la prueba del arrojo antropocéntrico ya que al toro en ocasiones se le vio como una representación solar y de encarnación de un dios, por lo que doblemente vencía el hombre sobre lo que lo rodeaba. Desde Persia hasta Grecia la lucha contra el toro en esa fiesta simbólica fue llegando a los pueblos del Mediterráneo como expresión de los rasgos culturales que iniciaron la civilización occidental. El crítico Luis Pérez Oramas ha realizado observaciones muy pertinentes sobre la evolución de esta celebración que tantas raigambres origina en la hispanidad, como el hecho de que España se convierte en el lugar mítico en el que se encuentra el rebaño de Hércules, que la fiesta de los toros se transforma en el siglo XVIII por el cambio del toreo a caballo realizado por aristócratas al toreo de a pie por el hombre común, un héroe del pueblo ataviado de luces. De modo que este evento cimentado en lo más profundo del alma hispánica se arroga el peso de la democratización. Los animalistas arguyen el maltrato una vez más y están cancelando, alentados por los vientos que soplan desde el planeta americano, este espectáculo que es parte de la tradición cultural más inequívoca del mundo occidental, sin además reparar que el toro de lidia es una de las empresas de mayor protección ambiental que existen y en la que menos del 3 % de la manada se destina a la fiesta. El día que desaparezca esta extraordinaria gala celebrada desde Goya hasta Picasso perderemos parte del semblante cultural que nos detalla, se apagará algún sol de la creación que nos ilumina y olvidaremos como se fragua el arte ante el miedo de morir arrasado por un dios. Una vez más se destruye un patrimonio de la humanidad sobre la base del lloriqueo de una minoría que ni siquiera conoce lo que critica.

Entre gustos y colores // Karl Krispin
SANTANDER, 23/07/2022.- El diestro Alejandro Talavante da un pase con la muleta a uno de los de su lote, durante la corrida de la Feria de Santiago celebrada este sábado en la plaza de toros de Santander. (EFE)

Los gustos y preferencias sexuales son completamente respetables y su diversidad exige ser defendida en el ejercicio de la igualdad de todos ante la ley, pero del modo que tengamos de horizontalizarnos en el lecho no pueden otorgarse privilegios por encima de otros. La protección a las parejas homosexuales está siendo incorporada en la legislación o en las decisiones judiciales de la aldea global y a esa progresividad en los derechos no cabe adjetivarla junto a una etiqueta política porque nunca dejará de ser un motivo de preocupación de los defensores de la libertad. Pero para todo hay que tener criterio y mayoría de edad. Así como un niño no puede entrar en una licorería y comprar un litro de Bourbon, ni treparse al taburete de un bar y pedir un vesper martini, también es necesario que prive el criterio de la mayoría de edad para la reasignación de los sexos tan en boga en nuestros tiempos americanos o quizás mundializados. Si nos espanta la ablación del clítoris en las sociedades subsaharianas, las mutilaciones y hormonizaciones de la sociedad post industrial en menores de edad parecieran no contar con la misma resonancia y preocupación.

El planeta americano avanza. Lo decía muy certeramente Francis Fukuyama poco después de sus posturas revisionistas ante su proclamado fin de la historia: la globalización no es más que la americanización de la humanidad. Pero el gusto de los Estados Unidos de América no es el gusto de la humanidad. Parte del entendimiento veraz que le corresponde a Occidente es doble: partir del hecho de que la diversidad cultural en el mundo es un hecho en el sentido de no imponer su visión céntrica comenzando por lo político. ¿Podían hacerse en Kabul elecciones municipales como en el estado de New Hampshire? Y, en segundo lugar, le toca realizar la defensa de los valores occidentales. Quien migre legalmente a Occidente tendrá que asumir sus leyes y su especificidad cultural. Desde luego, el concepto occidental es disímil, y tampoco es unívoco y necesariamente exportable fuera de sus fronteras, como pueden estarlo pensando en el estado de California.

Hispania, aunque muchos nieguen su pertenencia a Occidente como absurdamente lo ha sostenido el profesor Samuel Huntington o haya sido mirada con desprecio por eruditos ingleses como Kenneth Clark, no sólo terminó siendo la provincia más importante de Roma, sino que además adelantó la empresa más significativa de la historia de la humanidad como fue la aventura de las Américas. De modo que cuando estemos en Guanajuato, Valencia del Rey o en la ciudad de Guatemala, pensemos y defendamos nuestros gustos y condición irrenunciable: para que apoyemos con orgullo que el centro de nuestras ciudades aloje una gran plaza de toros, que como los monarcas de la Atlántida festejamos la afirmación de nuestra conciencia comiéndonos al toro y que jamás permitiremos que nos impongan una forma de componer nuestras palabras que salga airosa sin la eñe.

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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