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La espada de Bolívar

La espada de Bolívar

SIMÓN JOSÉ Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios nació español, fue ocho años venezolano y murió colombiano. Podríamos decir que nunca perdió su nacionalidad originaria, la española, porque España no comenzó a reconocer la independencia de sus reinos americanos hasta el 30 de marzo de 1845 cuando se firma el Tratado de Paz y Amistad entre Venezuela y España en Madrid por Alejo Fortique en representación del presidente de Venezuela, Carlos Soublette, y Francisco Martínez de la Rosa en nombre de la reina Isabel II de España. España vendría a reconocer a Colombia en 1881. En 1808 se produce uno de los acontecimientos más desafortunados y de mayores consecuencias para la hispanidad: Napoleón Bonaparte invade a España. 1808 es el peor año para esta comunidad cultural de la que somos parte, gústele a quien le guste, porque se dio al traste con la unidad española y se impuso un gobierno impostor en la península bajo la égida de José Bonaparte y en nuestra Capitanía General por Vicente Emparan, representante de Bonaparte en Venezuela y, por consiguiente, agente de una potencia extranjera. La invasión de España vino favorecida por la traición de un hijo a su padre, de Fernando al rey Carlos IV, promoviendo el Motín de Aranjuez. Este par de indignos y cobardes, el rey y su hijo, acudieron a una cita con Napoleón y el corso los apresó y los destituyó, arguyendo su culpa en el motín de Madrid el 2 de mayo de 1808 cuando el pueblo llano de la Villa se alzó con lo que tenía entre manos —un garrote, una navaja, una bandera, una pistola— contra el invasor francés y fue reducido, arrasado y fusilado. La libertad, igualdad y fraternidad de los franceses se hizo sentir: no contentos con ejecutar a los patriotas españoles sacaron de las cárceles a los prisioneros y los pasaron por las armas. Quien visite hoy en día la Villa de Madrid podrá reparar en que la plaza circundante a la Puerta de Alcalá se llama la Plaza de la Independencia, porque a partir del fatídico año de 1808 tanto en la metrópoli como en sus reinos americanos comienza este proceso. A pesar de las grandes reformas administrativas de nuestro bienamado rey don Carlos III, quien ceduló los límites de Venezuela, a la muerte del monarca, a España se le dificultaron sus posesiones americanas no por otra cosa que la insostenibilidad de sus gastos, al punto que ya para comienzos del siglo XIX había permitido el comercio entre sus reinos.

Con el vacío de poder que se produce en la Corona ante un régimen usurpador la soberanía regresa al pueblo. La independencia fue un proceso completamente legítimo en que los pueblos se emancipan y deciden darse un gobierno conforme a la voluntad general de sus ciudadanos. Lo que nunca tuvo sentido fue abjurar de España y negarla hasta el desarraigo. Así como es legítimo que un hijo que se va de su casa forme un nuevo hogar y se deshaga de la autoridad de sus padres, no por ello tendría que odiar a la familia que ha abandonado y que le dio la vida. Las élites hispanoamericanas construyeron la relación de su estirpe local desde el momento en que sus ascendientes fundaron las ciudades y los pueblos en el Nuevo Mundo. De allí cabe una explicación de por qué resultó fácil desprenderse de la sombra de la Corona. Los antiguos reinos americanos comenzaron a despreciar a su madre patria y hasta garabatearon en sus constituciones e himnos conceptos infames como el despotismo español. Todavía uno escucha esa ridiculez del yugo español que se ha inscrito en algún ADN cultural de quienes desconocen la historia, y aún de los que dicen conocerla. El sistema administrativo español, dicho sea de paso, producía grandes equilibrios para evitar el posible abuso de los económicamente poderosos. Pero en nuestras tierras no hubo un enfrentamiento entre españoles y venezolanos, o entre españoles y colombianos: la guerra fue una guerra civil, entre hermanos, como lo demuestra Laureano Vallenilla Lanz en su Cesarismo democrático. Apunta Vallenilla citando a Blanco y Azpúrua, Restrepo y Páez que “el total de las tropas salidas de España a todas las colonias insurrectas desde 1811 hasta 1819 fue de 42.167 soldados de todas las armas”, de modo que plantear aquello como una contienda entre peninsulares y americanos es un completo disparate. Quienes defendieron al rey como quienes lo adversaron eran americanos. Por supuesto que una guerra cumple normalmente aquella frase latina de Inter armas silent leges que se traduce como que en tiempos de pugna bélica callan las leyes, y hay actos completamente absurdos y salvajes para nuestros días como el Decreto de Guerra a Muerte de 1813. Los excesos ocurrieron de parte y parte: basta recordar la famosa pacificación de don Pablo Morillo que nada más en Bogotá hizo fusilar a 125 ilustres de la ciudad comenzando por el sabio Caldas o la masacre de Pasto de 1822 a cargo de Sucre. Sin mencionar las tropelías sanguinarias de José Tomás Boves, en nombre de un rey lejano y desconocido. Cuando Boves llega a Caracas, el muy arreglado conde de la Granja sale a esperarlo trajeado con sus mejores galas y una lanza lo atraviesa como cortesía del asturiano. Los extremos de la guerra se corrigieron con el encuentro de Bolívar y Morillo en Santa Ana y la firma del Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra entre ambos. La historia debe mostrar todo ello sin pudores para conocer nuestra carta de identidad. Pero teniendo en cuenta el significado de las contradicciones y juicios del siglo XIX que no son los de nuestros días.

Colombia nació en Angostura en 1819 y es una creación venezolana y de Simón Bolívar, duélale a quien le duela. Gracias a las ideas del propio Libertador, en especial la Ley Boliviana, Colombia se desmembró, pero la figura de Bolívar, especialmente para venezolanos y colombianos a despecho de sus ideas incompatibles con nuestra modernidad, y nuestro sentido de federalismo, son las de la creación institucional y la independencia de nuestro destino como nación. Por cierto, que en materia económica Simón Bolívar era un liberal convencido. Hoy en día los izquierdistas locales lo acusarían de neoliberal, pero como no tienen el hábito de la lectura desconocen a los que alaban y se limitan a encender cirios en sus maltrechos altares republicanos. En lo personal no soy bolivariano porque no estoy inscrito en ningún club de la historia, como no soy paecista o mirandino, sino que pienso que los hombres que han tejido los nudos del pasado deben ser vistos a la distancia con sus grandezas y miserias. A pesar de mi confesión no bolivariana (el nombre actual de Venezuela no corresponde porque la nacionalidad no se adjetiva) una vez me sucedió algo muy sensible y que refuerza la tesis de que querámoslo o no, Bolívar es una referencia inescapable para todos independientemente de que lo tomemos a beneficio de inventario. Forma parte de nuestra identidad, de nuestra cultura, de nuestro ser nacional. Opera como un signo sociológico. Estaba en Bogotá visitando la Quinta de Bolívar y en un momento dado, se me comenzaron a escapar las lágrimas por la emoción de estar allí, cosa que nunca me había sucedido con ninguna otra figura histórica o visita a la residencia de un personaje.

Gustavo Petro en su juramentación como presidente de Colombia solicitó la presencia de la espada de Bolívar como invocación de un simbolismo histórico. Como no camina por América Latina la trajeron del Palacio de Nariño. Han criticado mucho al rey de España, comenzando por la chulería podemita, porque no se levantó al momento de pasar delante de él. No tenía por qué hacerlo ni él ni nadie. Quienes se pusieron de pie confirmaron una voluntad, pero eso no figura en ningún manual de protocolo oficial porque ningún objeto puede convertirse en fetiche ni que sean los clavos de Cristo. El evento ha servido para polarizar y para que especialmente en España hayan cubierto de todo tipo de insultos y agravios a Simón Bolívar actuando como si estuviéramos en pleno siglo XIX. Los más beligerantes han solicitado que se derriben sus estatuas en España. Todas esas invectivas suponen instalarse metafóricamente en el pasado, pero sin aprendizaje alguno. A Bolívar no le hubiese gustado escuchar que su genio era producto del mundo de la hispanidad: pero muy a su pesar y en resumidas cuentas era una consecuencia del carácter español. De modo que quienes bajan el pulgar y gritan un intemperado ajusticiamiento anacrónico vuelven a invocar lo fratricida como sentido y concepto. Parecen no haber aprendido de la historia. He pensado siempre que nuestra tabla de salvación cultural, para circunvalar la cosificación del mundo uniforme que nos promete el planeta americano, es asirnos a la hispanidad. Entender la hispanidad es vernos dentro de la aventura y los valores que propuso España a partir del siglo XV con toda su herencia inmemorial. Significa refugiarnos con orgullo en la lengua castellana y reconciliarnos con nuestro origen para personalizar un destino cultural. Hacer de nuestro patrimonio a los poetas del Siglo de Oro, a don Miguel de Cervantes, a sor Juana Inés de la Cruz, a Jorge Luis Borges, a Juan de Castellanos, a los cronistas de Indias, al Gabo, a Carpentier, a Álvaro Mutis, a Juan Rulfo, a Julio Cortázar, a Álvaro Cunqueiro, a Diego de Velázquez, a Francisco de Goya y Lucientes, a Vicente Gerbasi o Arturo Uslar Pietri. Sabernos navegando hacia el centro del origen de lo que somos. Con estos gritos e insultos desde los extremos del charco solo conseguiremos que el espejo que nos refleja siga enterrado como lo hizo ver Carlos Fuentes con un genio muy mexicano y muy español. A Fuentes lo supo agredir una frase de Kenneth Clark donde llamaba bárbara a la hispanidad. Y Fuentes demostró la zafia ignorancia del inglés en este respecto publicando su ilustrativo libro, El espejo enterrado, donde nos vemos de cuerpo entero, del todo descritos, muy herederos por siempre de esa lúcida civilización donde nunca se pone el sol.

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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