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Tolkien y la fragmentación de la luz

Tolkien y la fragmentación de la luz

Por: Salvador Suniaga (@corvomecanique)

Son tiempos confusos. No como otras tantas veces, que siempre han sido difíciles, sino que además son tiempos caleidoscópicos, dionisíacos. Fijémonos que a todo le anteponemos el prefijo post (postmodernidad, postestructuralismo, postmarxismo, posthumanismo), porque en el fondo estamos en una época de transición, a la espera de ser entendida y etiquetada adecuadamente por historiadores futuros. Tal vez no haya que esperar demasiado, pues ésta parece ser la época de la fragmentación.

Entre los indicios, notamos que a la atomización de las identidades sexuales le continua una hiperconsciencia racial. Comerciamos con dinero fiduciario físico y digital, y ahora con criptomonedas de las más diversas denominaciones y acrónimos. Ya no es tan sencillo presentarnos, pues debemos aclarar primero con cuáles pronombres deseamos ser identificados. Somos como siempre hemos sido, pero además somos en las redes sociales. Ellas son la extensión digital de un espacio físico, y sólo reuniendo todos los cristales rotos de nuestro espejo virtualizado es que alguien podría acercarse a la idea integral del prisma que conformamos. Esto llegará al paroxismo con Meta, cuestión que ya hemos debatido.

Nuestro teléfono, en tanto segundo apéndice, se nos ofrece diversificado en una pléyade de aplicaciones que paulatinamente han pasado de herramientas a sustitutos de nuestros oficios. Esto implica de suyo una alienación adicional que por cómoda y productiva nos hizo dependientes. Sucede que con la delegación de nuestras capacidades cognitivas pensamos menos, en parte porque dedicamos menos tiempo para ello, y también porque fatiga pensar simultáneamente en las muchas variables de nuestra cotidianidad.

Esta realidad confusa es lo que desde el mito se ha representado como un laberinto. Escapar del laberinto consiste en escapar de la confusión, encontrar el camino, el único en realidad, que nos conduzca a la salida, a la lucidez, y con suerte, a lo trascendente. Por eso la forma más fácil de escapar es hacia arriba, cuando podemos contar con una vista superior del conjunto.

Debe ser por esta falta de enfoque cenital que ya no se entienden las obras clásicas, sino que se digieren a ras de su argumento. De ahí esos Aquiles, sirenitas, hadas madrinas y elfos racializados, como si el color de piel fuera eso y nada más, y no un elemento que forma pendant con otros significados. Lo mismo con el cabello de los personajes, su estatura y otras caracterizaciones aparentemente inocuas. En una galería, cuando una pintura está al lado de la otra, con una cercanía intencional entre ellas, es porque se aprecian en conjunto. Más generalmente, en una obra de arte ningún elemento es arrojado al azar. El arte es orden y nunca capricho. Pregúntenle a un poeta cómo duda antes de escribir cada palabra y silencio.

Tolkien sabía mucho de fragmentaciones y decadencias. La luz prístina de su Tierra Media, que es literalmente nuestra Tierra, provino de Ilúvatar y fue canalizada bajo el principio de dualidad en dos lámparas que iluminaban el mundo. En una serie de catástrofes y desviaciones milenarias, dicha luz se fue refractando luego en los dos árboles de Valinor, después en el Sol y la Luna; así como también en un retoño, Nimloth, que devino árbol blanco de Númenor —que ya no iluminaba pero ennoblecía—, y de éste brotaría el eventual árbol blanco de Minas Tirith. De aquellas luces de los árboles, además, el hermoso cabello de Galadriel y los silmarils, y de éstos, la luz de Eärendil, que en algunas noches la vemos surcando los cielos y la llamamos planeta Venus.

Esta luz fragmentada y tenue ya no llega al New York Times. A propósito de Giorgia Meloni, primera ministra de Italia, el medio no tardó en vincular su gusto por la mitología de Tolkien con la «ultraderecha» y el fascismo, urdiendo perezosas equivalencias. La relación no es nueva: en los círculos académicos, desde hace medio siglo, la primera traducción de la obra de Tolkien con una introducción de Julius Evola habría propiciado esta percepción, reafirmándose, además, con un posterior prefacio del filósofo Elémire Zolla.

Los académicos suelen ser torpes para diferenciar las posturas conservadoras del tradicionalismo. Sobre todo los anglosajones, quienes de seguro imaginan que cuando Tolkien recitaba en la misa el Pater Noster en latín en vez de lengua vernácula, lo hacía por reaccionario y no por esencia perennialista. Algunos, por fortuna muchos más, sí se cuidan de caer en la trampa de vincular la obra de Nietzsche con el nazismo o la obra de Hesse con la izquierda.

Entre otras publicaciones de medios respetables, aunque igualmente poco iluminadas, destacan, y en menos de un mes, la advertencia de que si Bolsonaro pierde las elecciones el Amazonas se recuperaría en un 90 %; o la arremetida contra Scorsese, en donde se afirma del director que realmente no cree en el cine, y se le alecciona con una película del Capitán América.

Por eso, no alberguemos demasiadas esperanzas en que académicos, comunicadores y críticos tengan tal cuidado y no reduzcan a Evola, Zolla y Tolkien a patrioteros místicos al mismo nivel de una Sociedad Thule. En sus narices, Edgar Allan Poe les aclaró esa diferencia con La caída de la casa Usher y a través de sus reiteradas referencias claustrofóbicas. Y no se han dado cuenta. Las paredes que encierran lo vivo y los ataúdes que contienen lo que aún no ha muerto sólo retrasan el escape violento e inexorable de la verdad. Chesterton lo resumiría diciendo que el conservador sólo conserva el error del liberal.

Pudiéramos suponer que lo opuesto a la fragmentación, la integración, sería el camino para contrarrestar tanta levedad institucional (con las masas marvelizadas abandonad toda esperanza). No obstante, no tendremos que hacer esfuerzo en ello, pues a toda fragmentación le sigue una natural unificación. Sin embargo, reparemos en que será una unidad degradada, un nuevo comienzo pero desde un peldaño inferior.

El mismo principio de la luz prístina que luego es destilada y dividida no sólo es eco del pecado original, falla de origen transversal a todas las culturas, sino que fue esquematizado por Giambattista Vico en el siglo XVIII. En su visión, el devenir transcurre en ciclos de tres etapas: edad de los dioses, edad de los héroes y edad de los hombres; para continuar con una nueva edad de dioses, pero más apocados y tenues. Spengler dedujo algo similar. Por esta razón es que no sorprende que en tiempos de fragmentación resuenen a la vez propuestas globalizadoras. Observemos con cuidado quiénes son los nuevos dioses unificadores y hegemónicos que se asoman en el horizonte, por donde nace el sol.

La paradoja de la confusión es que mezcla pero no reúne. Combina pero no unifica. En la imposibilidad de fijar la mirada perdemos capacidad cognitiva y terminamos simplificando la realidad, incluyendo la merma de nuestras raíces identitarias basadas en la sexualidad, familia, historia y credo. Terminamos así fácilmente trasplantados y agrupados bajo otro techo universal que no elegimos, el cual ya no es la cúpula de una catedral o capitolio, sino el de una maquila digital e intangible.

Cuando el rey Elessar fue coronado hace 11 mil años, empezaba la Cuarta Edad del Sol. Ahora estamos en la séptima. Los antiguos homéridas ya sabían que no estamos en la edad de los héroes, sino en la de los hombres. Pero, aunque la decadencia sea inevitable, no por ello ha de ser vertical. Podemos convertirla en un rizo, retardándola. En eso consiste tocar la flauta antes de beber la cicuta. Como decía Jesús Quintero, otra luz que se nos fue, demos el extra, «aspiremos a un poquito más de profundidad, un poquito más».


Salvador Suniaga es ingeniero y consultor del sector industrial latinoamericano. Especialista en simulaciones numéricas e investigación cualitativa, con interés en tecno-antropología. Ganador del premio internacional SolidWorks Elite Application Engineer. Actualmente es Director Técnico en SolidIndustry. Puedes seguirlo en Twitter aquí: @CorvoMecanique

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