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Cuando los pueblos no aprenden

El American

En uno de sus incendiarios discursos de 1953, Juan Domingo Perón preguntó a sus seguidores si seguía existiendo el Jockey Club de Buenos Aires. El mensaje era claro para la puntualidad con que tomaban sus serviles la orden desde el balcón. La multitud enervada, siguiendo lo que Gustave Le Bon ha tratado sobre la irracionalidad de la masa y el ajeno sentido colectivizado que pone en práctica, de inmediato se dio a la tarea destructora y procedió a quemar las instalaciones del establecimiento al que los justicialistas identificaban como un reducto de la oligarquía argentina. Porque para los demagogos todo ajuste de cuentas incluye un culpable al que endosarle las culpas. Preferiblemente la oligarquía, el capitalismo, o el imperialismo yanqui. Los descamisados fueron más allá y aprovecharon la ocasión para incendiar las sedes de los partidos radical, demócrata y socialista. Todo lo que no se atuviera al discurso populista de los milicos en el poder, plaga latinoamericana que persiste, debía ser acabado. Pueblo y conductor hablaban el mismo idioma: el cerebro lo tenía el general y las instrucciones las cumplía la muchedumbre. El cuerpo social perfecto e integrado. Ya había muerto Evita al momento de estos acontecimientos. Lo que no advertía Perón es que le quedaban dos años en el poder, pero muchos e incontables años para invocar su presencia y la de Eva Duarte, la actriz menesterosa de provincias que patearía la pobreza cuando el general la hizo su esposa y la vistió de Dior. Evita se alojó en el recuerdo de los argentinos repartiendo lo que no era de ella, que es lo que socialistas y populistas realizan a las mil maravillas. Creó el artificio de hacer creer que la ayuda del Estado podía con todo, que la felicidad tenía color político y que una cola ante la fundación de ayuda social que presidía podía servir para cambiar el destino a cualquier necesidad. Todo un tanguito mejor que los que componía su amigo Enrique Santos Discépolo. 

Evita, más que sanar, ayudó a crear esclavos, paralíticos, enfermos, inservibles y parásitos. El pueblo argentino todavía la llora recordando lo bien que los enseñó a mendigar. Naturalmente, antes de irse de este mundo dijo que regresaría hecha millones. Desde entonces, los argentinos aguardan a su mesías que vendrá envuelta en una estola de mink a seguir distribuyendo lo que nunca produjo. El peronismo, como escuela clásica del populismo latinoamericano, convirtió a una nación pujante en una que sigue añorando la edad de oro que dejó atrás. Por otra, hizo del justicialismo un dogma que sirve para todo un espectro desde la extrema izquierda a la extrema derecha, y hasta el supuesto liberalismo de un Carlos Menem. Frente al fracaso del peronismo la lección tendría que haber sido obvia y haberse dado un aprendizaje. No, la conclusión fue: sigamos eligiendo a los peores. Perón volvió en los setenta a inaugurar la guerra sucia y los desaparecidos junto a su ministro el brujo López Rega, creador de la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina. Destrucción económica en los cuarenta y cincuenta. Asesinatos en los setenta. Pregunten quiénes gobiernan hoy a esa nación. Pregúntense por la mala y soberbia actriz que ocupa la vicepresidencia de ese país.

Seguí completamente la ceremonia de toma de posesión de Gabriel Boric en Chile. Lo vi desfilar junto a su directora de protocolo ataviada de Pachamama, y escuché su insulso y pobre discurso, ya terciado con la banda presidencial donde recordó al gran destructor de Chile, Salvador Allende Gossens. Ello no augura nada promisorio o venturoso y resucita viejos temores en un país polarizado donde la extrema izquierda tomó las calles bajo la mirada complaciente del presidente Piñera que con su actitud cobarde y timorata permitió que incendiaran el país, y eligieran la mojiganga constituyente que está escribiendo una Constitución exclusiva a la medida de los intereses de esa misma izquierda radical, a la que espero que el pueblo chileno pueda responder firmemente con un no como último recurso antes de que vuelvan a convertir al país austral en un territorio inexistente. Vale la pena hacer memoria sobre el hecho de que Allende tuvo de huésped a Fidel Castro durante tres meses para el diseño de todas las políticas confiscatorias que puso en práctica el mandatario socialista. ¿Aprenden los pueblos?, debería ser nuestra pregunta como en el caso argentino. Durante los gobiernos de la concertación chilena, ese país logró superar los traumas del socialismo allendista y el de la dictadura pinochetista, porque algo debe quedar claro: solo la democracia y la libertad salvan. Lo demás abusa, destruye y sobra. Hay que repetir lo que no quieren escuchar tampoco los apologistas de los tiranos: los primeros años del dictador Pinochet fueron los tiempos de la típica dictadura latinoamericana, interventora, estatista y fracasada. Sólo la llegada de Hernán Büchi, impregnado de las ideas liberales de la Escuela de Chicago, logró otorgarle una prosperidad a Chile con lo cual el encuentro con el mercado superó la navegación en las aguas turbulentas. El modelo triunfante no fue el de la represión política sino el de la apertura económica. La mano dura no sirve para nada. Solo la economía abierta cambia las sociedades y ofrece oportunidades para todos. Muy pronto Gabriel Boric, que anuncia una nueva distribución de la riqueza y justicia social, acabara desde la raíz con el bienestar chileno como su patrono San Salvador Allende lo hizo de forma tan regia, palabra que tanto gusta y se repite en ese país.

Ejemplos de desaprendizaje abundan en nuestra América. El pueblo venezolano jamás debió haber elegido al teniente coronel, Perú al maestro del lápiz, México a López Obrador, Brasil a Bolsonaro, Nicaragua a Ortega, El Salvador a Bukele, Honduras a la esposa de Zelaya. Ahora Colombia se prepara para cometer la más catastrófica decisión de su historia contemporánea si vota por el exguerrillero del M19, Gustavo Petro. Colombia parece conocer su historia, aunque descreo de todo conocimiento que implique una conciencia ecuménica que no sé si exista. Un país que desde el Bogotazo ha podido resistir sin embargo a que las instituciones no se desplomen y sigan funcionando, a pesar de los enemigos del sistema: la guerrilla, el narcotráfico y los paramilitares. Pese a todo, Colombia ha seguido de pie, unas veces más maltrecha que otras, pero sin que puedan destruir su admirable tradición institucional. Hay que recordar dos cosas sobre el hermano país: la primera es que es una creación de venezolanos. Colombia nació en Angostura, promulgada con la rúbrica del Libertador Simón Bolívar y de su secretario, Pedro Gual. Por ello la vemos y nos afecta muy de cerca. En segundo lugar, que en ese país desde 1819 hasta nuestros días la división de poderes solo se ha visto interrumpida durante los regímenes de Mariano Ospina y de Gustavo Rojas Pinilla. Preocupa que se pueda cometer el desacierto inmenso de que Petro ocupe el Palacio de Nariño. Pero, por lo visto, nadie aprende ni escarmienta en cabeza ajena. 

Mis razones para alertar por qué los colombianos no deberían elegir a Gustavo Petro son varias. Petro surge de una experiencia guerrillera contra la democracia colombiana como el M19. Ustedes dirán: ya se dejó de eso. Muy bien, está perdonado y hay que creer en la redención y el arrepentimiento, no así que alguien con ese pasado enraizado en la izquierda radical pueda ocupar la presidencia de Colombia. A Chávez el presidente Caldera le sobreseyó la causa, lo que equivale al perdón, pero lo grave no fue el perdón de Caldera (muy coherente con su pacificación de los 70) sino que el pueblo venezolano lo hubiese elegido en 1998. Petro sostiene que en Colombia no existe la democracia y propone construirla. Acusa de corruptos a quienes la han gobernado en los últimos 200 años, desde Bolívar hasta Iván Duque. Señala que la Constitución de su país está congelada y clausurada por las oligarquías territoriales. Que no se puede confiar en los grupos económicos de concesionarios, y constructores y mucho menos en la banca, así como a quienes llama los extractivistas de la minería y los hidrocarburos. Y asegura ante esa legión pérfida y maloliente justicia social y distribución de la riqueza. Se me hace que viene con sus propias tablas de la ley a fundar su idea de Colombia, pero también que carga la guadaña a cuestas. Ojalá sea derrotado este predicador adánico que no reconoce el pasado y que se hace a la idea del futuro en términos de su presente muy hegemónico.

Hace algunos días el embajador Alfredo Toro Hardy recordaba en un artículo una anécdota entre Henry Kissinger y el premier chino Chou en Lai en los tiempos en que preparaba la visita del presidente Richard Nixon a la China de Mao. Kissinger le preguntó al alto funcionario su opinión sobre la revolución francesa. La respuesta no pudo ser más sorprendente: “Me es difícil formular alguna opinión porque se trata de un hecho todavía reciente para medir sus consecuencias”. Aplicando ese relativismo chino, será que todavía son tan recientes nuestros acontecimientos históricos como la Independencia, en que si bien pasamos a convertirnos en repúblicas dejamos atrás una época de esplendor que vivimos bajo la conducción de la corona española. Antes de la funesta invasión napoleónica en 1808, constituíamos una unidad, un imperio integrado en lo cultural, en lo comercial, en lo político, en lo institucional. La Independencia hizo añicos todo eso. Nos condenó al ensayo, a la prueba permanente, a la revolución, a la guerra como mecanismo de resolución del conflicto político, al alzamiento, al golpe de Estado, a tratar con nuevos modelos, con teorías recién estrenadas, a urdir constituciones con cada uno de los aluviones históricos de turno, a entrar una y otra vez al laboratorio de la política al que seguimos encadenados sin que hubiésemos hallado la fórmula que menos equivocaciones traiga. ¿Será que estamos condenados a extraviarnos como eternos aprendices? ¿Cuándo aprenderemos a no cometer el mismo error que nos persigue? Como no superemos nuestro infantilismo cultural de porfiar en un novedoso modelo de sociedad a estrenar, con cada grito esclarecido de los cantamañanas y prometedores de paraísos, seguiremos atrapados en la historia no como posibilidad sino como telaraña.

Karl Krispin es escritor venezolano y columnista en El American. Ha escrito para Zenda y El Nacional. // Karl Krispin is a Venezuelan writer and columnist at El American. He has written for Zenda and El Nacional.

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